

Mario Ménguez
A
veces pesa el tictac de un reloj que no es movido por el tiempo sino por las
personas: lo miro y me pregunta a dónde voy y de dónde vengo. Otras veces, en
cambio, me froto fuerte los ojos y consigo que llueva: los desiertos son
cementerios de relojes rotos, cae siempre una arena que me recuerda todo lo que
soy y todo lo que tengo.
Pero
pesa el tictac de un reloj que no ocupa espacio, que se lleva dentro. A sus
manecillas verdaderamente les gusta jugar y distraerse, bailar despacio con
otros latidos. Está bien que lo hagan. Quizá por esta razón los relojes rotos
son, en realidad, relojes descorazonados. Quizá también por ello nos refugiamos
en las canciones: solo buscamos ritmos perdidos de latidos muertos para hacer
mover de nuevo los engranajes. Las canciones dan vida a los cadáveres del
tiempo. Irónicamente, eso solo es algo temporal, provisional. Duele, duele
mucho el tictac de un reloj con un hueco en el pecho, las agujas no tienen
centro de anclaje y buscan clavarse.
Y
se clavan. Es su instinto, qué remedio. Los relojes rotos escarban los túneles
de mi existencia, como si arrancasen piel muerta. Si encuentras surcos en mi
cuerpo son cada una de mis muertes. Sin embargo, pienso con seguridad que lo
peor es cuando los relojes fallecen pero las personas permanecen. Cuando ello
ocurre hay partes de mí que poco a poco se van comportando como estatuas. Ya no
se mueven y solo quedan para el recuerdo. La gente de mi alrededor pasea por
allí distraída, desprevenida; caminan cerca de mis efigies, pero la mayoría las
rodean y pasan de largo. Son solo unos pocos los que en algún momento se paran
y las observan, quizá pregunten, pero desde luego nadie conoce su historia. Las
estatuas siempre son eso: «una larga historia», protuberancias demasiado
grandes como para ser explicadas. Cuando las vemos en los demás simplemente
pensamos «tú has vivido», que no es sino otra forma de pensar «tú has sido muy
feliz, y has sufrido».
Amar
no es solo saber ver las estatuas del resto, sino también querer chocarte con
ellas.
Desde
mi punto de vista, los relojes son historias y las estatuas cadáveres. Pero
cadáveres que todavía pueden vivir, aunque sea de otra manera. Aun así, cuando
me preguntan, todavía me cuesta reconocer que recordar sin dolor solo pueda
significar eso: petrificar lo que alguna vez tenía vida para poder tocarlo.
Matarlo para que siga vivo. ¿Cómo no va a haber quienes prefieran olvidarlo?
Podemos hacer arqueología, algunos lo hacen. Exhuman relatos y desempolvan los
huesos, buscan causas y concluyen afectos. Observan detenidamente cada
hendidura en la estatua, cada fractura soldada, el motivo de cada gesto,
caricia o postura ahora oxidada, pero no pueden ir más allá: no hay nada en los
huesos mismos que nos permita conocer cómo era algo cuando estaba verdaderamente
vivo. Pero eso soy yo, ¿recuerdas?, todos nosotros, al fin y al cabo. Restos de
restos. Hay quienes dicen que en un periodo aproximado de quince años nuestro
cuerpo consigue descamarse y renovar todas las células y tejidos que lo
componen. Cuando amo a alguien yo me pregunto a dónde habrá ido toda esa piel
muerta.
Amar
a alguien no es solo saber ver y querer chocarte con sus estatuas, es también
hablarlas, darles la mano, abrazarlas y besarlas: quererte es querer vivir todo
lo que hay en ti que ya no está vivo.
En
Egipto, la escultura surgió como elemento y herramienta de supervivencia. Hay
estatuas en mí que son casas, hogares, otras que son tumbas, finales
—últimamente ando pensando en si es posible que una misma estatua sea las dos
cosas a la vez—. Quizá esté ahí el sentido: vivimos para construir un gran
monumento, el mejor posible, no necesariamente el más grande, pero sí el más
bonito para nosotros. Lo hacemos sabiendo que no todas las historias van a
poder ser contadas, quizá muchas menos de las que podrán ser entendidas, pero
nos gusta aferrarnos a lo que nos queda, hasta el punto de constituirnos con
ello. Ponemos todo nuestro ahínco en construir semejante monumento, sin
adoradores ni observadores, aun con el dolor de saber que, en el final, lo
único que quedarán son, siempre, piedras y huesos.
Una
de las voces con las que los griegos se referían a las estatuas es el término ágalma.
Para algunos estudiosos, tal término refiere a la noción de valor en su
uso más antiguo: ágalma es un bien que irradia un valor intangible,
talismánico, y con ello un fervor y júbilo elevados a aquellos que lo poseen.
Normalmente, ello está vinculado desde la antigüedad a lo mítico y religioso
(por ello mismo ágalma son particularmente las estatuas que representan
divinidades, pero también refiere en sentido general a cualquier ofrenda a
los dioses). Algunas historiadoras y filósofas han visto en la «economía del
don y del regalo», de Marcel Mauss, una oportunidad de repensar el concepto de ágalma:
el ensayo de Mauss aborda la forma en que regalar o donar un objeto (don)
engrandece al donante y siembra la semilla de un vínculo que,
posteriormente, mediante la serie resultante de intercambios diversos, consigue
establecerse y reforzarse. Me gustan, particularmente, dos cosas que afirma
Mauss al respecto: (1) el acto de regalar «engrandece» —hace crecer— al
donante, y (2) el objeto, a pesar de ser transferido, permanece siempre ligado
al donante de alguna manera. De esta forma, el ágalma o la estatua,
al estilo del don, vehicula en su regalo el establecimiento y mantenimiento de
nuestras relaciones humanas: somos seres que nos relacionamos regalando trozos
de nuestra historia.
Amar,
por lo tanto, no es tan solo chocarme con tus estatuas, tampoco simplemente
darles la mano, hablarlas. Quererte es ofrecerte mis estatuas, ágalma de
mi memoria, y regalarles un espacio a las tuyas en mi monumento. Te dejo este
sitio en mí para que tus recuerdos descansen. Te quiero porque hay partes de
mí, historias mías, que viven mejor en ti —contigo—. Amar es un acto en
el que la generosidad de uno se mezcla con la admiración del otro, y viceversa.
Amar a alguien no se basa solo en crear nuevas historias, sino también en
reaprender a vivir con nuestros antiguos relatos. De esta forma, mis estatuas,
solo en mí, son estáticas, no se mueven y permanecen, pero cuando cierro los
ojos y se las regalo a alguien se vuelven objetos complejos y dinámicos, adquieren
nuevos colores, nuevas formas. Vuelven a vivir un poco. Cargamos nuestra
historia de las firmas de a quienes se la contamos, y por eso amar a alguien es
empezar a pensar el tiempo con su nombre, expresiones, manías y lenguaje como
unidades de medida. Te quiero con toda mi biografía. Me doy cuenta de que
necesitamos amar no solo para proyectar un futuro, sino también para construir
un pasado interior, ese monumento.
Se
me ocurre entonces una canción: «Tic, tac, hace el reloj, pero para que ello
funcione siempre se necesitan dos cuerpos». ¿Cuántos cuerpos seré y cuántas
caricias caerán en el exilio? ¿A cuántos de mis relojes se les acabará el
tiempo y a cuántos las personas, cuántos de ellos se convertirán en estatuas?
La pregunta siempre estresa. ¿Cuántas veces moriré delante de una misma
persona? ¿En qué momento empezó a perderse el aire en cada pausa, cada respiro
a estrangularme? La pregunta siempre altera. Pesa, pesa mucho en el alma saber
que el tiempo es solo una tapadera inventada para poder soportar el dolor de
medir nuestras vidas únicamente con el recuerdo de las personas pasadas. La
pregunta siempre inquieta. Respiro. Ahora mismo tengo mucho miedo, hay un verdadero
problema con nuestros relojes: dicen que el tiempo es inexorable, pero las
personas no. Respiro.
Perdóname.
Cuando
cada reloj se constituye, mi cuerpo envuelve un latido que resuena entre mis
superficies interiores. Cuando cada estatua llega, yo, muerto, le pido a la
gente que he amado: dame vida en otros cuerpos, si no a lo que soy, al menos
a lo que he sido. Si pienso que vivir es ir arrancándome y regalando trozos
de mi existencia, cuando de verdad muera no será algo triste: significa que ya
repartí todo lo mío, y que en mis últimos días solo estaré acompañado de lo
completamente otro, viejas historias, viejos relatos, viejos amores y amigos.
Mario Ménguez
Sobre amar, relojes y estatuas
Cómo citar este artículo: MÉNGUEZ, MARIO. (2025). Sobre amor, relojes y estatuas. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (LIT12). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/02/sobre-amar-relojes-y-estatuas.html
Bibliografía
Bosch, M. (2003). El Agalma en
los orígenes. Nodus, 5, pp. 1–7
Reboreda, S. (1997). Los
agalmata en los poemas homéricos. En 'Chaire': homenaje al profesor
Fernando Gascó, editado por Rafael Urías et al., Scriptorium, 107-14.




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