Esta columna pertenece a una serie llamada Ciencia y crisis ecosocial. Véanse aquí la primera, segunda, tercera, cuarta y quinta columna de la serie, previas a esta sexta.
Cómo el negacionismo climático entró en juego (y ganó la partida)
Solemos
pensar en la ignorancia como un estado natural del ser humano. Nacemos sin saber
nada y a base de aprendizaje vamos cubriendo lagunas. No es un camino recto,
pues entre medias olvidamos cosas, pero a grandes rasgos asumimos que la vida
es esa partida a tres entre lo que desconocemos de base, lo que vamos
conociendo al aprender y lo que volvemos a ignorar a causa del olvido. Hay
mucho de eso, sin duda. No obstante, la ignorancia, al igual que su
contraparte, el conocimiento, también desempeña un rol social clave. Las
sociedades se definen tanto por lo que saben como por lo que no saben. Y muchas
veces una cosa y otra vienen determinadas por factores estructurales y
funcionales.
Por
ejemplo, los pirahã (Amazonas, Brasil) ignoran casi todo sobre el mundo del
automóvil y en cambio son perfectos conocedores de la flora y la fauna de la
ribera del Maici. A la inversa, los italianos están muy familiarizados con las
distintas marcas de coche y depositan parte de su orgullo nacional en las
escuderías del país, pero saben poco o nada sobre cómo convivir con bichos y
plantas en la Amazonía. Esto es así por razones sociales y ecológicas muy
evidentes y podríamos encontrar casos similares en cualquier sociedad y periodo
histórico. Hay, sin embargo, otro sentido en el que se puede hablar de
ignorancia social, pero no como algo que simplemente pasa casi por
inercia, sino como algo que se crea intencionadamente. Es este tipo de
ignorancia entendida como estrategia deliberada, como un producto, la que llamó
la atención de Robert Proctor, padre de la agnotología, o el estudio de
la producción social de la ignorancia.
Esta
producción social de ignorancia en ocasiones tiene fines bienintencionados,
como por ejemplo proteger la privacidad de las personas: una de las premisas de
las democracias es que cuanto menos sepan el gobierno u otros poderes sobre la
mayoría de las cosas que hace la ciudadanía, lo que piensan, etc., mejor. Por
eso los regímenes autodenominados democráticos implementan políticas activas y
expresas para garantizar el derecho a la privacidad (que luego las grandes
tecnológicas y muchos gobiernos se las salten a la torera es otro asunto).
Asistimos así a una producción social de la ignorancia, en este caso ignorancia
de los gobiernos y poderes fácticos en beneficio del conjunto de la
ciudadanía. Por desgracia, no todas las producciones sociales de ignorancia
tienen este carácter tan benigno. Como expresa Proctor (2008): «El
conocimiento no solo es poder, sino también peligro» (10). Sobre todo, peligro
para las élites, que por lo general tiene muchas más cosas que ocultar. Una de
las formas más efectivas de producir ignorancia es lo que Broncano (2020) llama
«negacionismos industrialmente fabricados», cuyo objetivo es «minar la posible
crítica al sistema» (298).
Los negacionismos de todos los pelajes han sido una política habitual de muchos sectores sociales: las derechas hespañolas, aún hoy, basan parte de su identidad en negar, como mínimo, la gravedad de los crímenes de la dictadura franquista y, en algunos casos, en negarlos a secas. E incluso vemos cómo el negacionismo alcanza a veces el estatus de política de Estado: Alemania no reconoció oficialmente el genocidio contra los hereros y los namaquas (cometido en la actual Namibia entre 1904 y 1907) hasta 2021; y una de las señas de identidad del Estado (colonial, genocida y apartheid) de Israel es la negación de la Nakba, la limpieza étnica que expulsó a más de 700.000 palestinos de sus hogares en 1948.
Otro tipo de negacionismo tristemente
común es el que alimenta artificialmente la división y la controversia dentro
de una comunidad científica para transmitir la idea de que todavía «no hay conclusiones
claras» y por lo tanto no se pueden tomar medidas políticas. El caso de estudio
predilecto de Proctor es la industria tabacalera. Ya desde los años 50
comenzaron a aparecer investigaciones que correlacionaban el tabaquismo con un
mayor riesgo de enfermedades cancerígenas. La decisión de las empresas del
sector fue financiar a «expertos» para:
sugerir a los medios de comunicación que hay dos partes de la misma historia,
impulsar nuestra posición a través de las relaciones públicas y la presión
gubernamental, y aprovecharse de la confusión pública resultante para
cuestionar cualquier tipo de resultado científico que se quiera poner en duda
(McIntyre, 2018: 51).
Generar incertidumbre, dar la falsa
apariencia de que hay un debate científico abierto con dos bandos igualmente
válidos, confundir a la opinión
pública y retrasar la toma de decisiones políticas. Un plan lo suficientemente
bueno como para aplazar 30 años la legislación anti-tabaco. Y para inspirar muchas de las iniciativas negacionistas que han venido después. Entre ellas, el
negacionismo climático.
En la década de los 70 informes como
Los límites del crecimiento (1972) y la creciente evidencia de las
ciencias de la tierra y el clima ponían de manifiesto que nuestras sociedades industriales
tenían un problema ecológico que solo se podría afrontar con cambios
estructurales. Este creciente prurito a favor del cambio sistémico no casaba
bien con el neoliberalismo que recién arrancaba. Por ello, era necesario poner
coto a aquella ciencia insolente que cuestionaba la marcha sin frenos de los
mercados. En 1984 se creó el Heartland Institute, financiado por las industrias
tabacalera (¡sorpresa!), farmacéutica y petrolera, entre otras. Desde este think
tank, un grupo de científicos liderados por Fred Singer llevó a cabo la
mayor campaña de negacionismo climático de la historia. Sus argumentos han ido
variando: en un principio negaban el cambio climático como tal, luego que fuera
antropogénico o incluso que sea dañino para la economía. Lo que siempre se ha
mantenido es su escepticismo hacia toda medida de regulación en materia
medioambiental, por modesta que fuese (no hablemos ya de un cambio a gran
escala). En todos los casos, la estrategia ha sido la misma que las tabacaleras
predicaban: negar la evidencia, financiar estudios «alternativos» e inocular en
la esfera pública la idea de que «hasta que no se resuelva la controversia científica
no se puede actuar».
No entraré en más detalles
históricos, pues ya hay bibliografía
que lo aborda en profundidad y muy bien. Tan solo quisiera destacar el aspecto fundamental
de este episodio, clave a su vez en el recorrido filosófico que estamos
trazando: la prolongación, casi perpetuación, de la polémica «científica» no se
debió ni se debe a una duda real, sino a la pavorosa idea de que el cambio
climático conllevase algún tipo de intervencionismo indeseable o cuestionase la
continuidad y legitimidad del sistema capitalista y la hegemonía estadounidense.
Como señalan Oreskes y Conway
(2008): «encontramos escasa evidenncia en los documentos históricos de que sus acciones estuvieran motivadas por preocupaciones epistémicas sobre métodos científicos» (35). Al
contrario: «Fred Singer sugirió que la amenaza del calentamiento global había
sido fabricada por los ambientalistas sobre la base de una “agenda política
oculta . . . contra las empresas, el libre mercado y el sistema capitalista”» (ib.).
Singer y compañía eran perfectamente
conscientes de la realidad y gravedad del cambio climático, pero también lo
eran de que tomar las medidas adecuadas para mitigarlo daría un vuelco al
sistema socioeconómico que tanto apreciaban. Los hechos estaban claros, pero
las cuestiones de interés y de cuidado, según la terminología que expuse en la
anterior columna, estaban aún por determinarse. No hay una relación unilateral
entre un suceso concreto y unos sentimientos, preocupaciones e impulsos
políticos. La mera mención del cambio climático no nos hace ecosocialistas al
instante. Y mucho menos si estamos en plena Guerra Fría y somos anticomunistas
partidarios del liberalismo económico más canalla. La mayor falta de los
científicos del Heartland Institute no consistió en ser académicos torpes,
incapaces de apreciar una realidad que saltaba a la vista, sino en ser,
referenciando a Hugo Chávez, unos yanquis de mierda, que prefirieron torpedear
a sus colegas científicas antes que asumir las consecuencias de lo que estaba
en juego. De nuevo Oreskes y Conway (ib.): «Cuando el conocimiento
científico desafió su visión del mundo, estos hombres respondieron desafiando
ese conocimiento» (39).
En
definitiva, si el negacionismo organizado ha logrado tantos triunfos
estratégicos y en el año 2025 de Nuestro Señor la transición ecosocial está todavía
en pañales es porque aquella gente supo manejar y traer al primer plano unos
afectos políticos que exigían negar el cambio climático. Y cualquiera que
compartiese aquellos afectos tenía que compartir a su vez esta negación. De ahí
que en EEUU «subrayar la incertidumbre se convirtió en la estrategia oficial
del Partido Republicano» (29) y en el resto del mundo casi toda la derecha y
buena parte de la izquierda viven plácidamente instaladas en un similar
negacionismo o, como mínimo en el retardismo (aceptar los hechos, pero negar su
urgencia).
Así
pues, si hoy puede haber majaderos que creen sinceramente, contra el consenso
científico y la experiencia de tantas personas, que el cambio climático no es
real, es gracias al trabajo de fabricación social de ignorancia de personajes
como Singer y el Heartland Institute. Y lo peor es que esta ignorancia se ha
vuelto tan estructural que incluso quienes aceptamos la realidad del cambio
climático y las demás problemáticas ecosociales tenemos que vivir una buena
parte de nuestra vida «como si fueran falsas». Pero esto lo dejo para la
siguiente columna.
Pavlo Verde Ortega
Cómo el negacionismo climático entró en juego (y ganó la partida)
Bibliografía
- BRONCANO,
FERNADO. (2020). Conocimiento expropiado. Epistemología política en una
democracia radical. Akal.
- ORESKES, NAOMI. y CONWAY, E. M. (2008). Challenging
Knowledge: How Climate Science Became a Victim of the Cold War en Agnotology:
The Cultural Production of Ignorance, (eds.) Proctor, R. and Schiebinger,
L. Stanford University Press.
- MCINTYRE, LEE.
(2018). Posverdad. Cátedra.
- PROCTOR, ROBERT. (2008). Agnotology. A Missing Term to
Describe the Cultural Production of Ignorance (and Its Study) en Agnotology:
The Cultural Production of Ignorance, (eds.) Proctor, R. and Schiebinger,
L. Stanford University Press.
Para más desarrollos en la epistemología de la ignorancia y la agnotología véase «Epistemologies of Ignorance: Three Types» de Linda Alcoff o Cancer Wars: How Politics Shapes What We Know and Don't Know about Cancer de Robert Proctor. Para el caso concreto del negacionismo climático la referencia obligada es Mercaderes de la duda de Naomi Oreskes y John Conway. Para el auge y caída de la ciencia con conciencia ecosocial es muy recomendable «1971-1972-1973: la fallida “revolución vernadskiana” (y bioeconómica) y nuestro ingreso en el delirio epistemológico» de Jorge Riechmann. Los datos sobre la Nakba quedan recogidos en La limpieza étnica de Palestina de Ilan Pappé.




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