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Ciencia y crisis ecosocial (6/9) - Cómo el negacionismo climático entró en juego (y ganó la partida)

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Esta columna pertenece a una serie llamada Ciencia y crisis ecosocial. Véanse aquí la primerasegundaterceracuarta y quinta columna de la serie, previas a esta sexta.

Cómo el negacionismo climático entró en juego (y ganó la partida)

Solemos pensar en la ignorancia como un estado natural del ser humano. Nacemos sin saber nada y a base de aprendizaje vamos cubriendo lagunas. No es un camino recto, pues entre medias olvidamos cosas, pero a grandes rasgos asumimos que la vida es esa partida a tres entre lo que desconocemos de base, lo que vamos conociendo al aprender y lo que volvemos a ignorar a causa del olvido. Hay mucho de eso, sin duda. No obstante, la ignorancia, al igual que su contraparte, el conocimiento, también desempeña un rol social clave. Las sociedades se definen tanto por lo que saben como por lo que no saben. Y muchas veces una cosa y otra vienen determinadas por factores estructurales y funcionales.

Por ejemplo, los pirahã (Amazonas, Brasil) ignoran casi todo sobre el mundo del automóvil y en cambio son perfectos conocedores de la flora y la fauna de la ribera del Maici. A la inversa, los italianos están muy familiarizados con las distintas marcas de coche y depositan parte de su orgullo nacional en las escuderías del país, pero saben poco o nada sobre cómo convivir con bichos y plantas en la Amazonía. Esto es así por razones sociales y ecológicas muy evidentes y podríamos encontrar casos similares en cualquier sociedad y periodo histórico. Hay, sin embargo, otro sentido en el que se puede hablar de ignorancia social, pero no como algo que simplemente pasa casi por inercia, sino como algo que se crea intencionadamente. Es este tipo de ignorancia entendida como estrategia deliberada, como un producto, la que llamó la atención de Robert Proctor, padre de la agnotología, o el estudio de la producción social de la ignorancia.

Esta producción social de ignorancia en ocasiones tiene fines bienintencionados, como por ejemplo proteger la privacidad de las personas: una de las premisas de las democracias es que cuanto menos sepan el gobierno u otros poderes sobre la mayoría de las cosas que hace la ciudadanía, lo que piensan, etc., mejor. Por eso los regímenes autodenominados democráticos implementan políticas activas y expresas para garantizar el derecho a la privacidad (que luego las grandes tecnológicas y muchos gobiernos se las salten a la torera es otro asunto). Asistimos así a una producción social de la ignorancia, en este caso ignorancia de los gobiernos y poderes fácticos en beneficio del conjunto de la ciudadanía. Por desgracia, no todas las producciones sociales de ignorancia tienen este carácter tan benigno. Como expresa Proctor (2008): «El conocimiento no solo es poder, sino también peligro» (10). Sobre todo, peligro para las élites, que por lo general tiene muchas más cosas que ocultar. Una de las formas más efectivas de producir ignorancia es lo que Broncano (2020) llama «negacionismos industrialmente fabricados», cuyo objetivo es «minar la posible crítica al sistema» (298).

Los negacionismos de todos los pelajes han sido una política habitual de muchos sectores sociales: las derechas hespañolas, aún hoy, basan parte de su identidad en negar, como mínimo, la gravedad de los crímenes de la dictadura franquista y, en algunos casos, en negarlos a secas. E incluso vemos cómo el negacionismo alcanza a veces el estatus de política de Estado: Alemania no reconoció oficialmente el genocidio contra los hereros y los namaquas (cometido en la actual Namibia entre 1904 y 1907) hasta 2021; y una de las señas de identidad del Estado (colonial, genocida y apartheid) de Israel es la negación de la Nakba, la limpieza étnica que expulsó a más de 700.000 palestinos de sus hogares en 1948. 

Otro tipo de negacionismo tristemente común es el que alimenta artificialmente la división y la controversia dentro de una comunidad científica para transmitir la idea de que todavía «no hay conclusiones claras» y por lo tanto no se pueden tomar medidas políticas. El caso de estudio predilecto de Proctor es la industria tabacalera. Ya desde los años 50 comenzaron a aparecer investigaciones que correlacionaban el tabaquismo con un mayor riesgo de enfermedades cancerígenas. La decisión de las empresas del sector fue financiar a «expertos» para:


sugerir a los medios de comunicación que hay dos partes de la misma historia, impulsar nuestra posición a través de las relaciones públicas y la presión gubernamental, y aprovecharse de la confusión pública resultante para cuestionar cualquier tipo de resultado científico que se quiera poner en duda (McIntyre, 2018: 51).

    Generar incertidumbre, dar la falsa apariencia de que hay un debate científico abierto con dos bandos igualmente válidos, confundir a la opinión pública y retrasar la toma de decisiones políticas. Un plan lo suficientemente bueno como para aplazar 30 años la legislación anti-tabaco. Y para inspirar muchas de las iniciativas negacionistas que han venido después. Entre ellas, el negacionismo climático.

      En la década de los 70 informes como Los límites del crecimiento (1972) y la creciente evidencia de las ciencias de la tierra y el clima ponían de manifiesto que nuestras sociedades industriales tenían un problema ecológico que solo se podría afrontar con cambios estructurales. Este creciente prurito a favor del cambio sistémico no casaba bien con el neoliberalismo que recién arrancaba. Por ello, era necesario poner coto a aquella ciencia insolente que cuestionaba la marcha sin frenos de los mercados. En 1984 se creó el Heartland Institute, financiado por las industrias tabacalera (¡sorpresa!), farmacéutica y petrolera, entre otras. Desde este think tank, un grupo de científicos liderados por Fred Singer llevó a cabo la mayor campaña de negacionismo climático de la historia. Sus argumentos han ido variando: en un principio negaban el cambio climático como tal, luego que fuera antropogénico o incluso que sea dañino para la economía. Lo que siempre se ha mantenido es su escepticismo hacia toda medida de regulación en materia medioambiental, por modesta que fuese (no hablemos ya de un cambio a gran escala). En todos los casos, la estrategia ha sido la misma que las tabacaleras predicaban: negar la evidencia, financiar estudios «alternativos» e inocular en la esfera pública la idea de que «hasta que no se resuelva la controversia científica no se puede actuar».

            No entraré en más detalles históricos, pues ya hay bibliografía que lo aborda en profundidad y muy bien. Tan solo quisiera destacar el aspecto fundamental de este episodio, clave a su vez en el recorrido filosófico que estamos trazando: la prolongación, casi perpetuación, de la polémica «científica» no se debió ni se debe a una duda real, sino a la pavorosa idea de que el cambio climático conllevase algún tipo de intervencionismo indeseable o cuestionase la continuidad y legitimidad del sistema capitalista y la hegemonía estadounidense. Como señalan Oreskes y Conway (2008): «encontramos escasa evidenncia en los documentos históricos de que sus acciones estuvieran motivadas por preocupaciones epistémicas sobre métodos científicos» (35). Al contrario: «Fred Singer sugirió que la amenaza del calentamiento global había sido fabricada por los ambientalistas sobre la base de una “agenda política oculta . . . contra las empresas, el libre mercado y el sistema capitalista”» (ib.).

       Singer y compañía eran perfectamente conscientes de la realidad y gravedad del cambio climático, pero también lo eran de que tomar las medidas adecuadas para mitigarlo daría un vuelco al sistema socioeconómico que tanto apreciaban. Los hechos estaban claros, pero las cuestiones de interés y de cuidado, según la terminología que expuse en la anterior columna, estaban aún por determinarse. No hay una relación unilateral entre un suceso concreto y unos sentimientos, preocupaciones e impulsos políticos. La mera mención del cambio climático no nos hace ecosocialistas al instante. Y mucho menos si estamos en plena Guerra Fría y somos anticomunistas partidarios del liberalismo económico más canalla. La mayor falta de los científicos del Heartland Institute no consistió en ser académicos torpes, incapaces de apreciar una realidad que saltaba a la vista, sino en ser, referenciando a Hugo Chávez, unos yanquis de mierda, que prefirieron torpedear a sus colegas científicas antes que asumir las consecuencias de lo que estaba en juego. De nuevo Oreskes y Conway (ib.): «Cuando el conocimiento científico desafió su visión del mundo, estos hombres respondieron desafiando ese conocimiento» (39).

En definitiva, si el negacionismo organizado ha logrado tantos triunfos estratégicos y en el año 2025 de Nuestro Señor la transición ecosocial está todavía en pañales es porque aquella gente supo manejar y traer al primer plano unos afectos políticos que exigían negar el cambio climático. Y cualquiera que compartiese aquellos afectos tenía que compartir a su vez esta negación. De ahí que en EEUU «subrayar la incertidumbre se convirtió en la estrategia oficial del Partido Republicano» (29) y en el resto del mundo casi toda la derecha y buena parte de la izquierda viven plácidamente instaladas en un similar negacionismo o, como mínimo en el retardismo (aceptar los hechos, pero negar su urgencia).

Así pues, si hoy puede haber majaderos que creen sinceramente, contra el consenso científico y la experiencia de tantas personas, que el cambio climático no es real, es gracias al trabajo de fabricación social de ignorancia de personajes como Singer y el Heartland Institute. Y lo peor es que esta ignorancia se ha vuelto tan estructural que incluso quienes aceptamos la realidad del cambio climático y las demás problemáticas ecosociales tenemos que vivir una buena parte de nuestra vida «como si fueran falsas». Pero esto lo dejo para la siguiente columna. 

Pavlo Verde Ortega

Cómo el negacionismo climático entró en juego (y ganó la partida)


Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2025). «Cómo el negacionismo climático entró en juego (y ganó la partida)». Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CM44). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/02/ciencia-y-crisis-ecosocial-69-como-el.html

 

Bibliografía

- BRONCANO, FERNADO. (2020). Conocimiento expropiado. Epistemología política en una democracia radical. Akal.

- ORESKES, NAOMI. y CONWAY, E. M. (2008). Challenging Knowledge: How Climate Science Became a Victim of the Cold War en Agnotology: The Cultural Production of Ignorance, (eds.) Proctor, R. and Schiebinger, L. Stanford University Press.

- MCINTYRE, LEE.  (2018). Posverdad. Cátedra.

- PROCTOR, ROBERT. (2008). Agnotology. A Missing Term to Describe the Cultural Production of Ignorance (and Its Study) en Agnotology: The Cultural Production of Ignorance, (eds.) Proctor, R. and Schiebinger, L. Stanford University Press.

Para más desarrollos en la epistemología de la ignorancia y la agnotología véase «Epistemologies of Ignorance: Three Types» de Linda Alcoff o Cancer Wars: How Politics Shapes What We Know and Don't Know about Cancer de Robert Proctor. Para el caso concreto del negacionismo climático la referencia obligada es Mercaderes de la duda de Naomi Oreskes y John Conway. Para el auge y caída de la ciencia con conciencia ecosocial es muy recomendable «1971-1972-1973: la fallida “revolución vernadskiana” (y bioeconómica) y nuestro ingreso en el delirio epistemológico» de Jorge Riechmann. Los datos sobre la Nakba quedan recogidos en La limpieza étnica de Palestina de Ilan Pappé. 

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