Latest courses

Buscando el sentido dentro de la palabra

Print Friendly and PDF


Buscando el sentido dentro de la palabra

Bruselas. Un verano con temperaturas agónicas, también en el centro de Europa. Llevaba más de dos meses y medio en la habitación de ese apartamento, el único sitio en el que verdaderamente sentía que vivía de toda la casa. La presencia era fantasmal durante las mañanas. De no ser por ese caminar en tacones vespertino, casi nocturno, hubiese pensado que nadie se alojaba en el piso de arriba. Un caminar cuya duración era variante: podía tratarse de un minuto, cinco, treinta… A veces, incluso, llegaba a prolongarse más de una hora. Aquel atardecer, sin embargo, algo cambió, y al caminar de los tacones le acompañó uno más sutil, casi inapreciable, de lo que imagino que serían unos sneakers, haciendo uso de la popular jerga anglicista. 

Siempre me pareció un abuso la omnipresencia de imágenes textuales a la hora de abordar lo libidinal: gramática del sexo, códigos de comportamiento, normatividad de las relaciones afectivas, gestión de los sentimientos, lenguaje corporal… Nada de ello es falso ni de por sí despreciable, menos aún en tiempos de masculinidades deconstruidas, siempre y cuando no se descuide la musicalidad que también acompaña al erotismo. «La prosa no puede colonizar a la poesía, copar todo segmento de irracionalidad e inefabilidad, acabar con el misterio que siempre entraña el encuentro carnal entre dos o más (siempre son más) cuerpos que se tocan afectivamente», me decía. Ese mismo misterio que puede ser captado a la hora de escuchar a alguien mantener una conversación a través de una pared, sea vertical, u horizontal, como en aquel caso. 

Sabría relatar, no con pocas imperfecciones (las palabras nunca rendirán un suficiente homenaje al evento que acontece), lo que esas personas sentían, su estado de ánimo, su aura, no teniendo, sin embargo, la más remota idea de lo que esas dos voces (una masculina y otra femenina), ahora descalzas, se decían entre sí. Al principio fue como cuando un niño trata de impulsarse en un columpio: una voz barruntaba algo breve y tímido, y la otra, con vaivenes y titubeos, le respondía. Los tiempos eran homogéneos: nadie copaba el discurso; éste fluía, levemente, de un lado a otro. Así ocurrió en repetidas ocasiones, pero después, tras un repentino silencio, como si una fuerza externa agarrase las cadenas del subibaja y lo colocase a una altura lo suficientemente pronunciada, para después precipitarlo con fuerza, el metrónomo se aceleró, y la timidez dejó paso a la elevación del tono, que siempre sonaba afectivo y cariñoso. Los turnos de palabra se acortaron: dictum, dictum, dictum, dictum y después… silencio absoluto. No hablaron más. Entre la vastedad de la nada, algún destello aconteció en forma de gimoteo, casi inapreciable. Después, la musicalidad de sus voces dio paso a la de sus cuerpos. Algún mueble, puede que las patas de un somier, sillón o la tabla de un escritorio, se resintió ligeramente ante esa transición. El patrón rítmico, curiosamente, quedó en este punto invertido. La fricción de sus cuerpos empezó súbitamente, con gemidos intensos por parte de ambos, como si tuviesen ante sí el fin del mundo a punto de acontecer, para irse ralentizando poco a poco, dándose tiempo a murmurar e incluso a proferir alguna que otra carcajada. Silencio otra vez, al que le sucedió un último y breve lapso temporal. Sus respiraciones y gemidos (ahora marcados y entremezclados), el chirrido del mueble, los golpes de las paredes y el roce de sus pieles encontraron su clímax en la voz femenina, de la que solo pude asir, una vez más, su ritmo: pam, pam, pam, pam… ¡PAM, PAM, PAM, PAM! Cuatro sílabas se repitieron. ¿Cuál sería su semántica oculta? ¿a qué fonemas concretos se corresponderían? ¿estaría pronunciando lo mismo la primera vez y la segunda, o era más bien una falsa creencia? ¿se trataría efectivamente de cuatro sílabas? ¿era siquiera francés aquello que escuchaba, o alguna otra lengua desconocida cuya entonación y fonética se le asemejaba? 

En los días venideros me tragué mis propias palabras y traté de despoetizar y desmusicalizar el encuentro al que a través de aquella pared de cemento había podido asistir, en lo que fue mi primera experiencia como voyeur en aquel país (aunque más bien habría que decir entendeur, porque ver, no vi absolutamente nada). Al principio alargué mis tránsitos de salida y entrada en el portal, pero los resultados fueron más bien decepcionantes: mis únicos encuentros fueron con una señora mayor a la que tuve que ayudar con la compra y un indio soltero que me contó sobre el nuevo negocio que estaba abriendo por la zona. El único resquicio de conversión a prosa fue el que obtuve al fisgonear en los buzones y comprobar que, a la luz de sus nombres y apellidos, con más signos de acentuación de los que cualquier hispanohablante puede soportar, mis dotes auditivas fueron lo suficientemente finas como para detectar en aquella pareja la lengua de Beauvoir y Nothomb. Decidí después dejar a un lado mi actitud mens sana in corpore sano y, pese a vivir en el segundo, comenzar a coger el ascensor para prolongar mi tiempo de espera en el rellano, y así aumentar las posibilidades de encontrarme con alguien. Ello tuvo relativo éxito en términos de socialización: el mismo día que lo puse en práctica, una pareja se subió conmigo, pero para mi desgracia vivían en el quinto piso y solo hablaban flamenco, el otro idioma cooficial de la capital de la Unión Europea. También pude conocer a la inspectora de Hacienda del sexto, los estudiantes de informática del cuarto y el matrimonio holandés del octavo. 

La última vez que cogí el ascensor fue cuando portaba una bolsa enorme con mi ropa recién limpia, tras mi vuelta de la lavandería. «Mamá, te llamo en unos minutos, cuando entre en casa…». La puerta se estaba cerrando, pero, de repente, un pie consiguió reabrirla. Una chica, treintañera, me sonrió y entró. Justo detrás de él había un chaval, también joven, que cerró el buzón, caminó hacia nosotros y accedió al elevador. El silencio fue absoluto hasta que éste comenzó a subir. «¿Hablas español? ¡Es mi lengua preferida!», dijo el hombre, con un marcado acento francés. «Sí, y por lo que veo tú también», le respondí afectuosamente. «Bueno, hablar, como tal, sólo hablo un idioma, y a veces ni siquiera», profirió entre risas. Llegamos al segundo. Cogí la pesada bolsa y salí al descansillo. La puerta corredera del ascensor se bloqueó y éste retomó su rumbo. Entonces, sucedió. Hizo falta otra membrana, otra frontera porosa (¿acaso hay alguna que no lo sea?), para que el verso final de la canción que escuché aquella noche tuviera, por fin, letra. Justo cuando la puerta corredera se volvió a bloquear, la chica sentenció: «ah, tú me manquais… tú me manquais!», el análogo en castellano a nuestro «te he echado de menos», sólo que con una bellísima inversión del sujeto y el objeto. «Tú me faltabas, tú me faltabas…». El ascensor se detuvo en el tercer piso y la pareja entró a su vivienda.

 

Adrián Santamaría Pérez

Buscando el sentido dentro de la palabra

 

Como citar este artículo: SANTAMARÍA PÉREZ, ADRIÁN. (2023). Buscando el sentido dentro de la palabra. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 2 (LIT10). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2023/12/Buscando-el-sentido-dentro-de-la-palabra.html 

Numinis Logo
UAM Logo
Lulaya Academy Logo

Licencia de Creative Commons
Esta revista está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional

No hay comentarios:

Publicar un comentario