Un cuento popular
Érase una vez un
presidente que perdió las elecciones, pero que con gran habilidad negociadora
logró pactar con distintos grupos políticos su investidura. Para ello renunció
a la gran mentira de que en la Constitución del País que quería seguir
gobernando no cabía la amnistía de los delitos que otros políticos, cargos
públicos y personas habían cometido durante más de diez años. Adoptó así la
gran verdad de que los responsables de aquellos delitos fueron realmente el
propio Estado y un grupo de exaltados reaccionarios que cumplieron la ley.
Reconociendo la verdad sabía que había tomado un camino inquietante, pues quien se
acostumbra a decirla pierde toda capacidad oratoria. Era mandatorio no
acostumbrarse a ella para no menoscabar su encanto persuasivo. Así que resolvió
mantener esa gran verdad solo durante un tiempo, el necesario para conseguir su
legítimo fin de gobernar y arrinconar a los exaltados reaccionarios que le
impedían disfrutar del poder plenamente. No sería muy difícil volver a
encontrar otra verdad que defender y abandonar la que lo llevó al poder. Tenía
una extraordinaria habilidad para cambiar de verdades y opiniones. Además,
contaba con una corte de incondicionales seguidores que lo sustentarían hiciera
lo que hiciera.
Entre
sus aficiones tenía una muy peculiar de coleccionar animadversiones. Animadversión, ¡que
hermosa palabra! Sonaba tan bien, por mucho que su significado produjese
rechazo. Un caso más donde el «continente» no tenía la culpa del «contenido».
Aquel, el continente, estaba conformado por anima, cuyo étimo
llevaba dentro el aire del viento, esa respiración que daba la vida a todo ser
viviente, y por versión, del verbo verter o dar la
vuelta. Literalmente, significaba «el alma dada la vuelta». El presidente sabía
que cuando se le da la vuelta al alma se generan hostilidades. Su meticulosidad
de coleccionista le hacía gozar con cada enemistad y ojeriza ganada entre las
gentes. Era un auténtico disfrute ver tantas almas despreciables dadas la
vuelta mientras ejercía el poder.
Un
día al presidente comenzó a hastiarle coleccionar ojerizas, enemistades y
animadversiones. Era un hastío singular, porque lo que realmente le había
cansado no era en sí el objeto de colección, sino el caladero natal del que se
proveía: su País. Le resultaba muy fácil encontrar verdades que defender para
cambiarlas por otras según su conveniencia. Ya no había reto alguno. Estaba muy
por encima de todas esas gentes que lo sustentaban y de esas otras que lo
odiaban. El poder se le había quedado corto como al niño los pantalones cuando
se hace adolescente. Así que tomó una determinación que le devolvió la alegría.
Buscó caladeros más abundantes para probar su capacidad oratoria y encanto
persuasivo. Al suyo, lo dejó dividido, hostil y yerto. Para que no quedase
recuerdo alguno de su paso por aquel caladero natal, antes de marcharse,
decidió amnistiarse y borró de los anales toda alusión a su persona y a sus
cambios de opinión. Quería comenzar de nuevo en otras tierras. Y así lo hizo
con mucho éxito, llegando incluso a creerse inmortal.
Cuando años más tarde le llegó la
muerte, se dio cuenta de que eso era lo único que había ganado en toda la vida:
una muerte plácida, ajena a todas las almas a las que dio la vuelta en su vida.
Instantes antes de expirar, alguien le escupió en la cara. Un niño había
logrado colarse en su lecho de muerte. Llevaba la inquina en los genes. El
presidente sintió el salivazo en el rostro. Recordó entonces todos los muchos
logros de su vida, de caladero en caladero, del más pequeño al más grande, y
sus labios dibujaron una media sonrisa. La última pieza de su colección lo
miraba con odio: un alma infantil dada la vuelta. Justo en ese momento entregó
plácidamente el espíritu.
Desde entonces nunca nadie pudo
decir que ningún cuento popular comenzara así: Érase una vez un presidente…
Michael Thallium
Un cuento popular
Nota del autor: el escritor
colombiano Nicolás Gómez Dávila destiló sus innúmeras
lecturas en dos volúmenes publicados en 1977 que tituló Escolios a un
texto implícito (Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura). Gómez
Dávila murió en 1994. Sus Escolios pasaron inadvertidos
durante muchos años. El editor Jacobo Siruela publicó en 2009 una edición,
en un único volumen, de los Escolios. Ese espléndido libro de más
de 1.400 páginas se agotó. En 2021, la editorial Atalanta publicó una segunda edición que puede encontrarse
fácilmente aún hoy. En otro libro de edición no venal que el autor tituló
sencillamente Notas y que publicó en la década de los
cincuenta del siglo XX, decía esto: «Debemos forzarnos en la lucidez, para
evitar que las cosas resbalen sobre nosotros como sobre una piedra aceitada.
Que ante todo espectáculo, enfrente a cualquier circunstancia, el espíritu se
asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices» (Notas,
222). Uno de los escolios de Nicolás Gómez Dávila reza así: «Ningún cuento
popular comenzó jamás así: Érase una vez un presidente...».
Cómo
citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL.
(2023). Un cuento popular. Numinis
Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV35). ISSN ed.
electrónica: 2952-4105.
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