MI
VIEJA AMIGA…
Mi vieja amiga, φιλο-σοφία,[1] tan olvidada por momentos, tan desprestigiada por tus métodos, tan
amenazada por quienes nunca te comprendieron; y, sin embargo, cuanto menos se
te ha querido más falta has hecho. Ahora te encuentras, paradójicamente, en tu
mejor momento. Sin rumbo fijo, sin norte, el hombre camina a tientas, no sabe a
dónde va o, lo que resulta más grave, no sabe de dónde viene. Nuestra sociedad
corre hacia un futuro incógnito e impredecible sin darse cuenta que de nada
vale tenerlo todo si, antes o después, no se ha tomado el lujo de contemplar
cuanto en el presente ya rebosa de verdad, de bien y de belleza.[2]
La capacidad de asombrarnos ante la realidad, de «saber mirar»,[3] se pierde y desvanece
frente a una humanidad que, inmutable ante tal desfallecer, no queda conmovida
ni animada a luchar por esta épica tarea para con su propio tiempo. Así pues,
nos olvidamos de que todo cuanto existe está atravesado de asombro y de
novedad, de aquella esencial posibilidad para el hombre de admirar cuanto le
rodea, incluso la más aparente cotidianidad. Por otro lado, no todo
parecen ser malas noticias, el hombre contiene en sí lo necesario para atisbar
y apreciar lo de más allá de lo visible, aquello que trasciende lo que la vista
alcanza a ver y la inteligencia comprender, la voluntad querer y la afectividad
padecer.
Nuestros contemporáneos, y me incluyo en ellos, no solo han perdido esta
capacidad de asombrarse, sino lo que es aún peor, que la realidad parece haber
dejado de presentarse como novedosa, maravillosa, extraordinaria. En la era
donde más descubrimientos se han realizado y conocimientos alcanzado, nada
logra, irónicamente, sorprendernos; el saber se ha vuelto técnico, pragmático,
un bien de consumo. Nada ni nadie provoca ya asombro, si acaso un cierto
misterio, una ridícula incógnita, una pizca de sorpresa. La realidad, por ende,
ha dejado de asombrar al sujeto, toda ella se ha convertido en cosa, objeto,
útil; esta manera de andar adormecidos por la vida supone el auténtico «tema de
nuestro tiempo».[4]
Pero tan ardua empresa, la de reanimar la filosofía, no se efectúa de la
noche a la mañana, a la vista están los más de dos milenios de frenética labor.
Además, tal tarea no solo ha de ser realizada por filósofos, que en tan baja
estima se encuentran muchas veces, sino por todo hombre al que –amante o no de
este arte– guste vivir de la vida apasionadamente, con intensidad y autenticidad.
Nuestro principal objetivo no consistirá por tanto en hacer más filosofía sino,
todo lo contrario, en remontarnos al origen de la misma masticando y degustando
lo que la realidad, per se, nos ofrece sin miramientos.
Allí donde no parece aprehenderse más realidad de la que aparentemente se
percibe, donde lo ordinario choca de bruces contra lo extraordinario y la vida
pasa sin posibilidad alguna de pararnos a admirarla, es justamente donde más
rebosa la existencia de aquella belleza, verdad y bien de los cuales nuestros
antiguos ya nos hablaron. Gracias a esta inescrutable llamada de atención por
parte de lo real el hombre no puede ni debe seguir viviendo como si nada
pasase, como si todo a su alrededor estuviera mudo, como si no existiera nada
más y nada menos que lo que cabe ser comprendido por su inteligencia. Y no ha
de salir el hombre, ni mucho menos, en busca de su verdad, de su bien y de su
belleza, sino –para ser radicales–, de la verdad, de la belleza,
y del bien; para así, tomándose su vida en serio y tratando siempre de
discernir cuánto es real de lo que no lo es, llevar a término su vocación en
medio del mundo.
Este es, en efecto, el gran problema de nuestro tiempo; que tenemos ojos y
no vemos, que tenemos oídos y no escuchamos, que tenemos corazón y no sentimos,
que todo cuanto pasa, pasa –y he aquí el problema–, sin pasarnos. Se vive,
pues, muchas veces sin vivir. Por esto creemos que ha llegado la hora para
nuestra época de remontar el vuelo, alzar la vista, reavivar la llama y contemplar
por fin, que tiempo llevamos sin hacerlo, la totalidad de la realidad; o lo que
es lo mismo, al Otro y a lo otro.
Renace ahora la filosofía, como siempre ha hecho, no para tratar de aportar
respuestas a aquellas preguntas fundamentales que versan sobre el sentido de la
existencia sino, lo que es aún más importante, para provocar al hombre a
contemplar, admirar y asombrarse ante lo más grande y lo más pequeño, lo más
vano y lo más sustancial de su entorno próximo. Por eso la filosofía no se
identifica ya con un quehacer más ni sirve ella para nada en específico; sino
que, de otro modo, nos embauca involuntariamente a través de cada época y
tiempo particular a escoger ese camino arduo pero maravilloso a través del cual
comprender, valorar, y asistir a la maduración y despliegue de cada una de las
dimensiones que conforman la existencia propia, ajena y del mundo.
Debiera ser un honor, finalmente, compartir y realizar esta más que digna
tarea con aquellos que, en un tiempo sin tiempo, buscan incesantemente y sin
temor encontrarse con la verdad, la belleza y el bien; vivir, a fin de cuentas,
en plenitud.
Tomás Bravo Gutiérrez
Mi vieja amiga...
Cómo citar este artículo: BRAVO
GUTIÉRREZ, TOMÁS. (2022). Mi vieja amiga... Numinis Revista de
Filosofía, Época I, Año 1, (AON1). ISSN ed. electrónica: 2952-4105.
[1] La palabra filosofía
deriva del griego φιλοσοφία y del latín philosophia, y significa «amor por la sabiduría».
[2] Desde la Grecia clásica
la triada «bien, verdad y belleza» o «los trascendentales», de suma importancia
en los escritos de Platón y Aristóteles, constituye uno de los puntos
cardinales esenciales para comprender la realidad histórica y filosófica de
nuestros predecesores, que no dejará nunca por otro lado de suponer una de las
cuestiones centrales de la propia filosofía, en específico de la metafísica.
[3] La expresión «saber
mirar», que es incompleta, está tomada de la clásica película española Canción
de cuna (1994) de José Luis Garci, en una de sus escenas míticas donde la
madre superiora dice: «Saber mirar es saber amar».
[4] Expresión prestada y
tomada del título de una de las obras más relevantes, sino la que más, del
filósofo español José Ortega y Gasset: El tema de nuestro tiempo (1923).
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Hay que recuperar el entusiasmo, sí señor
ResponderEliminarMaravillosa y necesaria reflexión
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