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El último vuelo de Ibargüengoitia

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El último vuelo de Ibargüengoitia

En España, cualquiera lo identificaría como un vasco, probablemente de Bilbao, pero cuando la noticia le llegó a Joy en París, tuvo la certeza de que un gran escritor mexicano había muerto, pero más sintió el desgarro de la trágica muerte de su marido, un hombre que no era gracioso, pero con quien era muy divertido vivir. Unas horas antes de aquel domingo 27 de noviembre de 1983, el Boeing 747 que despegó del aeropuerto Charles de Gaulle con destino a Bogotá se estrelló en Mejorada del Campo cuando se aproximaba al aeropuerto de Madrid-Barajas, donde iba a hacer escala. Un fallo del piloto. Eran las 01:06 h., y de las 192 personas que ocupaban el vuelo AV-011 solo sobrevivieron once. Ya casi nadie lo recuerda. Ese accidente sigue siendo el de mayor víctimas mortales en España después del que ocurrió en el aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos, seis años antes —otro domingo negro—, el 27 de marzo de 1977; y el más mortal en el que jamás se haya visto involucrada alguna aeronave colombiana: hasta la fecha, el peor accidente de Avianca, la Iberia de Colombia. 

Entre aquellos seres humanos a quienes se les truncaron todos los sueños y esperanzas —también los miedos y preocupaciones, la vida misma— había algunas personas insignes de las que hoy ya muy pocos —quizás nadie— se acuerdan: la crítica de arte argentina Marta Traba, quien contribuyera al estudio del arte hispanoamericano; la pianista y pedagoga española Rosa Sabater, una figura relevante de la escuela pianística catalana de la posguerra; el escritor y crítico literario uruguayo Ángel Rama, con tres importantes libros de crítica literaria latinoamericana; el novelista y poeta peruano Manuel Scorza, uno de los mejores narradores de la literatura indigenista; y Jorge Ibargüengoitia.

Cuando Joy Laville recibió la noticia, sintió una profunda tristeza y un desmayo en el corazón. Por su mente pasó, en cuestión de segundos, toda su vida: su nacimiento en Ryde, Inglaterra; el abandono de su padre a su madre, a su hermana y a ella por otra mujer; su infancia en la Isla de Wight; su temprana afición por la pintura y el arte; el estallido de la Segunda Guerra Mundial, su casamiento a los 21 años con un artillero de la fuerza aérea canadiense para huir de la posguerra en Inglaterra; el nacimiento de su hijo Trevor; su marcha con su hijo a San Miguel de Allende en México; la primera vez que vio a Jorge en la librería El colibrí donde ella trabajaba; su matrimonio con Jorge, sus muchos viajes juntos —Inglaterra, España, Grecia, Francia— y sus casi veinte años de convivencia… Todo terminaba aquel domingo 27 de noviembre de 1983. Luego ella se mudaría de París a Jiutepec, cerca de Cuernavaca, y allí viviría hasta su muerte en 2018, nacionalizada mexicana. La pintora y escultora Joy Laville ignoraba aquel domingo que sobreviviría a su marido 35 años… 

Y hoy hace ya casi 42 desde que Jorge Ibargüengoitia hizo su último vuelo. Nació en enero de 1928 en Guanajuato. Hijo de Alejandro Ibergüengoitia Cumming y María de la Luz Antillón:

Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las orejas. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital; cuando tenía siete, mi abuelo, el otro hombre que había en casa, murió. Crecí entre dos mujeres —su madre y su tía— que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando, un día, a los veintiuno, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión […], más tarde se acostumbraron.

Muchas décadas después de la muerte de Jorge Ibargüengoitia, ya fallecida su mujer, un hombre ajeno a la existencia del escritor mexicano —y más aún de su mujer— husmeaba por las librerías de viejo de Madrid. Le preguntó a un librero si le podía recomendar algún autor latinoamericano. El librero no lo dudó y le ofreció dos novelas de un tal Jorge Ibargüengoitia: Las muertas y Dos crímenes. Aquel hombre las leyó. Le gustaron. Si Juan Rulfo inventó Comala, Gabriel García Márquez, Macondo, y Luis Mateo Díez, Celama, Jorge Ibargüengoitia fue el artífice de ese lugar imaginario llamado Cuévano.

Un par de años más tarde, en otra librería de viejo, dio con otro libro de Jorge Ibargüengoitia, una edición crítica de Juan Villoro y Victor Díaz Arciniega de la obra de teatro El atentado y la novela Los relámpagos de agosto. Lo compró, se lo llevo a su casa, y allí estuvo unos tres años reposando en un anaquel sin que lo leyera. Ese es el destino de muchos libros… Sin embargo, veintitrés años después de la publicación de esa fabulosa edición crítica —ALLCA XX, 2002— y más de sesenta desde la aparición de El atentado y Los relámpagos de agosto, ese hombre dio buena cuenta de la obra de teatro y la novela. Ambas tratan de los gobiernos emanados de la Revolución Constitucionalista de México, de esos próceres de bronce que en realidad se forjaron en los avatares de su muy humana y vulgar condición, gente chusca, papanatas aguerridos, pícaros del siglo XX: Álvaro Obregón, agricultor; Pancho Villa, cuatrero; Emiliano Zapata, peón de campo; Venustiano Cararranza, político; y Pablo González, vaya usted a saber qué. Esos fueron los padres de una nueva casta militar cuya principal preocupación y ocupación, entre 1915 y 1930, fue la de aniquilarse. Obregón derrotó a Pancho Villa, quien murió más tarde en una celada que le tendió un señor con quien tenía cuentas pendientes; don Pablo González mandó asesinar a Emiliano Zapata; Venustiano Carranza murió acribillado sin saberse si fue Obregón quien ordenara su muerte… y Obregón murió de siete tiros que le descerrajó un profesor de dibujo católico.

Uno se echa las manos a la cabeza por los mitos que los países forjan a partir de personas que no fueron ni tan honradas ni tan elevadas como la historia las ha descrito. Leer Los relámpagos de agosto o El atentado le hace a uno pensar que también en España podría escribirse alguna obra de teatro o novela que hablase de ministros que pagan putas con dinero público —y a saber qué más cosas—, de presidentes que mienten descaradamente, de políticos que se aprovechan de sus cargos para medrar… Hoy habría que decir políticos y políticas. Todos ellos (y ellas) —pícaros del siglo XXI— figuran en la historia de la actualidad como «santos de la patria» o como mejor opción, para quienes los apoyan y secundan, que la del adversario político, da igual el bando. 

Pensando en estas cosas anda uno al ganar este texto recordando el último vuelo de Ibargüengoitia.



Michael Thallium

El último vuelo de Ibargüengoitia



BIBLIOGRAFÍA:

  • Ibargüengoitia J. (2002) El atentado. Los relámpagos de agosto. París: ALLCA XX.
  • Ibargüengoitia J. (1988) Dos crímenes. Barcelona: Grijalbo Mondadori.
  • Ibargüengoitia J. (1987) Las muertas. Barcelona: Grijalbo Mondadori.

Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). El último vuelo de Ibargüengoitia. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CV124). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/08/el-ultimo-vuelo-de-ibarguengoitia.html

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