Mala Zorra
Cuando quedé con él, ignoraba que ese día sería el de un
gran descubrimiento. A veces las cosas ocurren así. Uno no las imagina, pero
suceden, como cuando a los antiguos marinos se les aparecían en el horizonte,
después de las necesidades, urgencias y vicisitudes de la incierta navegación
por los mares, las huellas de esa ansiada tierra a la vista. Emilio Gavilanes,
amén de estupendo escritor, es un grandísimo lector. Hace apenas tres días, nos
reunimos en el centro de Madrid. Conversamos en un café. Estupendo escritor,
grandísimo lector y un excelente conversador. Le conté mis cuitas caligráficas
a propósito de un diario que había comenzado a escribir a mano, con
estilográfica, en 2021 y que andaba yo finiquitando en los tres últimos días.
Le confesé que llevaba toda mi vida intentando cambiar mi letra, porque no me
gustaba, que quería tener una letra bella, regular, legible, en definitiva,
caligráfica, pero que la cabra siempre tira al monte y que, finalmente, la
letra volvía al ser garrapatoso del que yo procuraba apartarla inútilmente.
Entonces Emilio me habló de alguien que él conocía, que escribía no ya con
pluma estilográfica, sino de ave y con tinta de la que es menester secar
convenientemente para evitar borrones sobre el papel. «Además, se pone gafas al
estilo de Quevedo y es muy buen escritor», siguió ilustrándome, «y tiene
un nombre muy peculiar: Dativo Donate». A mí se me encendió la bombilla del
eureka y me dije para los adentros que a tal personaje habría yo de conocerlo
en persona. Emilio prosiguió: «Tiene un libro que a mí me parece excelente y
que publicó en La
Discreta. Se llama La Mala Zorra. No es fácil de encontrar».
Me quedé con la copla haciendo nota mental del tal Dativo
y de la zorra. Aproveché la ocasión para pedirle a Emilio alguna otra
recomendación de lectura. Me dijo que leyera algo de Susana Benet, a quien
Andrés Trapiello le había editado algunos libros de haikus, y de José María
Castroviejo: «Castroviejo escribe muy bien. Cunqueiro era muy amigo suyo. Te
recomiendo Los paisajes iluminados».
Dicho y hecho. Al día siguiente salí a la caza de esos
libros. La única copia disponible de la novela de Dativo Donate la hallé en una
librería náutica de Madrid cuyo nombre es Robinson. La Mala Zorra. Una
historia de corsarios, así rezaba el título de la edición publicada por
Historia Rei Militaris. La novela la había publicado originalmente La Discreta en 2008,
pero esa edición es hoy inencontrable. De Susana Benet no pude encontrar ningún
libro en ese momento, pero sí que me hice con un ejemplar de Los
paisajes iluminados de Castroviejo en la librería Sin Tarima que
regenta Santiago Palacios en la madrileña calle de la Magdalena.
Según cayó en mis manos el libro de Dativo Donate,
comencé a leerlo. En el prólogo, el novelista ferrolano Héctor J. Castro
afirmaba que, desde la primera lectura, La Mala Zorra había
entrado en ese selecto grupo (Luces de Bohemia, The Dirt, Don Juan Tenorio,
A Esmorga…) de obras que procuraba releer una vez al año. No exageraba. A
mí la novela me ha parecido extraordinaria. La he leído en menos de dos días,
no tanto porque la trama sea amena, dinámica y fluida, sino por lo exquisitamente narrada
que está, con un vocabulario muy cuidado, rico como el mar inmenso, de esos que se
degustan como los buenos alimentos o el buen vino. Literatura que se disfruta y
que se ha ganado por mérito propio un lugar en los anaqueles de mi humilde
biblioteca: allí solo cobijo los libros que aguantan relectura.
Mala Zorra es el apodo que los hombres de mar daban a una
infortunada galeota que capitaneaba Galcerán de Cos, un personaje que merece
pasar a la historia de la literatura como el Quijote de Miguel de Cervantes o
el Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis. Hay comienzos de libros memorables, y
este de Dativo Donate lo es:
La planicie
verdiazul se dejaba cabalgar, mansa y quieta en su vaivén como yegua inmensa y
dócil. Las tres naves patinaban en el lomo de la mar con levedad de juguetes,
movidas por un robusto viento de poniente que henchía los pulmones y las velas.
Ni hacía falta bogar, y la chusma descansaba sobre los remos afrenillados.
Hasta el viento aborregaba las olas sin descomponerlas, como si el muy tunante
pareciera no querer ningún mal a nadie…
Por las páginas de esta cautivadora y emocionante novela
histórica, desfilan personajes con los que uno termina encariñándose: Galcerán,
Cantagallo, Nehberg, Juliano, Murad Rais, Gasparico… Todos ellos dedicados al
corso, a la piratería, a la dura e insalubre vida del mar, de las galeras, en
una época en que la navegación era una aventura incierta que podía costar la
vida para ganar la muerte en el fondo del mar o el olvido en la tierra:
En los azares
de la mar, donde median solo unos tablones entre la vida y la muerte, y cada
rumbo es incierto, y cada encuentro un sobresalto, se busca con más fuerza
algún orden invisible, pero claro, que tenga la facultad de regir las vidas.
Si hay algo que me fascina de una novela son las jugosas
citas que uno puede sacar de ellas. En La Mala Zorra abundan,
como ese párrafo en el que los nobles enemigos Murad Rais —el moro que ha
perdido a su hijo en la batalla— y Galcerán de Cos —el cristiano que ha ganado un
hijo en el mar— se escuchan enfrentados ante un futuro incierto que parece
abocarles indefectiblemente a la muerte:
Murad Rais
escuchó con gran atención los azares, las hazañas y pesadumbre de sus enemigos.
Al final, toda acción de guerra se reduce a una sucesión de infortunios. Los
que mandan y los que obedecen no viven en el mismo mundo, ni lo imaginan. ¿Qué
saben reyes y sultanes del dolor que exigen a quienes los sirven? La vida
sencilla y pacífica, como la de los pescadores de los que hablaba el cristiano,
no carece de pesares en la paz, y aún se empeñan los hombres en complicarlos
con la guerra. Murad Rais se maravilló mucho de lo que le contaba Galcerán de
Cos, y sobre todas las cosas le llamaba la atención el niño recién surgido de
la mar, donde su hijo se había sepultado para siempre.
Por muy dura que sea la vida de las gentes del corso,
parece que en el mar todo fuera más sencillo que en la tierra, porque en la
política priman otros nortes, otros vientos que empujan las velas del ser
humano.
A Emilio Gavilanes lo conocí por Andrés Trapiello; por
Emilio he conocido a Dativo Donate y ese gran descubrimiento literario que para
mí ha sido La Mala Zorra. Un tesoro. La trama te atrapa; el
desenlace te conmueve y te sorprende. Una novela extraordinaria en la que, por
encima de esa infortunada galeota, Mala Zorra, rutila la trémula llama de la
vida:
La vida del
hombre es como la de un fuego en una chimenea. Arde en la mocedad con largas
llamas, briosas, aunque fugaces e incontrolables si no se vigilan; y luego, en
la madurez, cuando la llama se reposa y quedan brasas, es cuando viene su mejor
momento: despide calor más continuado, y se saca más provecho de él.
Por cierto, a ese hombre cuyo nombre parece inventado, aunque no lo sea, y que en el siglo XXI aún cultiva el noble arte caligráfico de la pluma de ave y del secador de tinta, lo conoceré en persona a más tardar mañana. ¡Vive dios que sí lo haré! Vale.
Michael Thallium
Mala Zorra
Cómo citar este artículo: THALLIUM,
MICHAEL. (2024). Mala
Zorra. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CV77). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/09/mala-zorra.html
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