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Tres pasitos, casi cuatro

Encabezados
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Tres pasitos, casi cuatro

Bajaba uno andando por la calle hace unos días, inmerso en esa suerte de pensamientos que más que pensamientos son una íntima ristra de reproches intestinos, un heautontimorúmenos —a ver quién pronuncia la palabra de corrido sin haberla leído antes un par de veces— del siglo XXI: que si estoy gordo, que si tengo que hacer ejercicio, que si me duelen las articulaciones, que si estoy torpe, que si me voy haciendo mayor, que si no tengo suficientes ingresos, que si no escribo lo suficiente, que si a tu edad no has logrado esto, que si a tu edad no has logrado lo otro… Los viandantes solo verían un tipo con gorra y una cámara colgada del hombro, pero era yo caminando con un flagelo a la espalda invisible para el resto del mundo. Me acerqué a la parada del autobús cerca de la Puerta del Ángel —¡qué nombre tan bonito para una puerta en Madrid y en cualquier parte del planeta!—, enfrente de la iglesia de Santa Cristina, un precioso edificio neomudéjar de ladrillo visto que inauguró la reina Maria Cristina de Habsburgo en 1906 y que el bando republicano convirtió en una checa treinta años más tarde, en los inicios de la Guerra Civil. 

Decía que uno andaba con su particular heautontimorúmenos —segunda oportunidad de pronunciar la palabreja— a cuestas cuando un hilillo de voz le trajo de vuelta al trasiego de coches y personas en la ciudad. Ese hilillo de voz temblorosa llevó mis ojos hasta la boca de su dueño, un anciano sentado en el banco de una de las marquesinas de la parada del autobús, solo; en la otra marquesina había unas cuantas personas de pie, esperando. El hombre, menudo, poca cosa, como su hilo de voz, me miró y volvió a decir algo que no pude oír bien. Supuse que estaría pidiendo algunas monedas. Me acerqué como quien acerca la oreja para entender lo que le quieren decir.  Suposición incorrecta. No pedía dinero. Me acerqué un poco más. Ignoraba que en ese instante la vida mezclaría su agua con el jabón del destino para soplar una burbuja de espacio y tiempo en la que el viejo y yo conviviríamos durante unos pocos minutos, ajenos al resto del universo.

—Por favor, ¿puede usted ayudarme a levantarme? —me preguntó. 

—¿Se encuentra usted bien? —respondí.

— Me tiemblan un poco las piernas.

Su mirada era sincera, tierna, como la de un perro que busca una caricia. El viejo era muy poquita cosa. Delgado, consumido quizás por los años. Puse mi brazo por debajo del suyo y lo ayudé para alzarse en pie. No lo solté. Me pregunté por qué estaría solo. Su cuerpo se movía en un vaivén acompasado, de arriba abajo, como si las piernas fueran el muelle de su existencia.

—Gracias.

—¿Puede usted caminar solo? ¿Está seguro?

—Vivo ahí cerca —movió la cabeza señalando hacia algún lugar indeterminado.

—Yo le acompaño si quiere. No se preocupe.

—Gracias. Es ahí al lado.

Comenzamos a caminar juntos. Sus pies se arrastraban rápidamente con pasitos muy cortos. Las piernas le temblaban. Pensé entonces en que, unos pocos minutos antes, me había estado flagelando con aquellos reproches —estoy torpe, me duelen las articulaciones, estoy gordo…— y, sin embargo, ahora, al lado de ese hombrecillo, parecía un atleta de alta competición. La distancia que recorreríamos no llegaba a los cien metros. Unos cien metros kilométricos…

—¿Suele usted pasear solo?

—Sí, normalmente estoy bien, pero a veces me pasa esto. Las piernas me pesan y se me bloquean. No sé por qué.

Su rápido y corto arrastre de pies parecía cansar sumamente al hombre. Por cada paso que daba yo, daba él tres, casi cuatro. Pensé que podría caérseme al suelo. Me recordó a cuando mi sobrino apenas aprendió a caminar, solo que la alegría de los primeros pasos de un niño en la aurora de la vida se vuelve tristeza en los últimos pasos que un viejo da en el ocaso. Paramos. Apoyó contra la pared el lateral del cuerpo que yo no le sostenía. Hacía fresco. Una gota de agüilla se le iba acumulando en la punta de la nariz, resistiendo la fuerza de la gravedad. Yo no tenía pañuelo con que limpiarla. 

—¿Está usted bien? ¿Prefiere que descansemos un rato?

—No, estamos cerca —cabeceó señalando hacia adelante.

—¿Está seguro? 

—Sí, es que a veces me tiemblan las piernas y se me bloquean. Tengo ochentaiocho años, ¿sabe usted?

Entonces me acordé de un amigo, Emilio, que tiene ochentainueve y que va y viene de acá para allá, de concierto en concierto, de exposición en exposición, burlando la ancianidad. Con Emilio me vino también a la cabeza el filósofo Emilio Lledó quien a sus noventaiséis años tiene un aspecto formidable y una mente privilegiada. La procesión irá por dentro. Cada cual padece la edad como buenamente puede… 

Reanudamos la marcha para recorrer el corto trecho que quedaba hasta llegar al portal del edificio donde vivía. Otra vez ese arrastrar de pasitos cortos y rápidos. El hombre llegó desfallecido. Se apoyó en la puerta con las manos temblorosas. «¡Verás como ahora haya también que subir escaleras!», pensé. El edificio era antiguo. Me pidió que llamase al telefonillo. Una voz de varón respondió. Le expliqué la situación y le dije que bajase a buscar al hombre.

—Es mi sobrino, es el hijo de mi hermana. Vive conmigo. Quizás tarde un poco. A veces está en pijama haciendo sus cosas. Bajará ahora.

Al cabo de un par de minutos, el sobrino abrió la puerta, me dio las gracias y se hizo cargo de su tío. Fue entonces cuando la burbuja espaciotemporal estalló devolviéndome al trasiego de la ciudad. Desde que aquel hilillo de voz temblorosa había atraído mi atención hasta que el anciano desapareció tras el portal habían transcurrido unos quince minutos. Quince minutos que dieron para saber que ese hombre vivía con el hijo de su hermana, que tenía ochentaiocho años y que daba paseos, pero que a veces las piernas le fallaban. Ni siquiera supe su nombre; tampoco él el mío. Poco, muy poco, aunque mucho más de lo que él supo de mí. Bueno, también hay otras cosas que supe y que nunca olvidaré: que se me olvidó el heautontimorúmenos —a la tercera va la vencida— y que por cada paso que yo daba, daba él tres pasitos, casi cuatro.

 

Michael Thallium

Tres pasitos, casi cuatro

 

Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). Tres pasitos, casi cuatro. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 2, (CV50). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/03/tres-pasitos-casi-cuatro.html

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2 comentarios:

  1. No siempre tengo tiempo de leer tus publicaciones. Está sí la he leído. Bravo por esos 15 minutos. Y enhorabuena por tu escrito

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