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Con la cabeza gacha

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Con la cabeza gacha

No había uno reparado en él. La cafetería estaba concurrida y el volumen de la música lo bastante alto como para tener que alzar la voz y contribuir al guirigay que nos circundaba. Eso sólo ocurre en las cafeterías de España; en las de los países nórdicos, el bisbiseo de los comensales apenas si rasga el silencio. En uno de los giros de cabeza, vio uno que detrás estaba sentado a una mesa el abuelo octogenario con su nieta ya adolescente. Llevábamos algunos minutos hablando y su presencia le había pasado a uno inadvertida. «¿Ves ese señor mayor de ahí? Esa es la nieta. Ahora te cuento…», uno se lo hizo notar al amigo con quien compartía conversación. El amigo en cuestión es de esos que no abundan, de esos que te ofrecen dinero sin haberlo pedido cuando sienten que la necesidad aprieta. Nos conocemos desde la infancia. Es el único que uno tiene así: tan generoso como callado, tan perspicaz como prudente. Una rareza de las que se atesoran.

El abuelo octogenario tiene el rostro surcado de arrugas, el pelo poblado y aún entrecano. Se le ve buen hombre, paciente, callado… quizás resignado. Uno lo dice con conocimiento de causa. La nieta tendrá ahora unos catorce años. Da igual que los tenga, porque sigue siendo como cuando tenía siete. La estampa llama la atención. El abuelo callado, con la mirada perdida, arropándose con la algarabía para pasar inadvertido, cabeceando de vez en cuando. A saber qué le pasa por la cabeza. Mientras, la nieta juega entusiasmada con el móvil; la mirada de sus ojos y sus visajes delatan que su espacio mental es quizás igual que el nuestro, sólo que vacío o con muchos agujeros, como el queso gruyer. Al lado tiene un carrito con dos muñecas que asustan. Uno los vio por primera vez hará unos siete años en el parque. La niña entonces era más niña, pero ya jugaba con el mismo carrito y con las mismas muñecas. Era subnormal, aunque no mongólica. Sigue siéndolo, aunque hoy está mal visto decir «subnormal» y la política casi que le obliga a uno a decir «persona con necesidades especiales». Sin embargo, la lengua popular —que no la lengua política— es sabia, dicen.

En noviembre 1978, en una entrevista de Joaquín Soler Serrano con el filósofo José Luis López Aranguren en el programa A fondo —quien quiera puede buscarla en internet—, salieron a relucir las palabras subnormal y mongólico. El profesor Aranguren, a la sazón catedrático de Ética y Sociología, tenía siete hijos —cuatro varones y tres mujeres— y acababa de perder a su hijo pequeño, de 21 años. Mediada la entrevista, cuando Soler Serrano le preguntó por la muerte de su hijo, el profesor respondió con naturalidad, con mucho amor y ternura, en estos términos: «Era subnormal y, además de eso, el pobre tenía escoliosis, y últimamente tenía unos ataques epilépticos…», «Era un niño feliz, de esa manera absolutamente primaria, como puede ser la de un subnormal», «Era enormemente importante para nosotros», «Era un niño permanente», «Ha sido horrible, sí, tanto más cuanto que murió casi en mis brazos, muy cerca de mí», «Siendo un chico subnormal, mongólico, sin embargo, realmente era el centro de la familia».

Alguien podrá pensar que lo que decía José Luis López Aranguren resulta hoy viejo o fuera de lugar, pero en esa entrevista de 1978, muchas cosas de las que observó siguen vigentes: «En España vivimos una falta de moralidad social», «La clase política está inmersa en esa crisis», «Un profesor de ética debería ser un maestro de moral», «Todo lo que habíamos heredado ya no nos vale. Y lo que se nos ofrece ahora en los escaparates de la vida pública tampoco es satisfactorio. Entonces estamos buscando por un lado y por otro sin poderlo encontrar», «Es menester que los españoles trabajemos más. Yo creo que hoy hay una crisis de laboriosidad», «Si no nos gusta la política, tenemos que asumir plenamente nuestro papel de luchar por una democracia, a través de una democracia participatoria».

¿Qué será del abuelo octogenario? A lo largo de estos siete últimos años se ha encontrado uno con él y su nieta ocasionalmente. Siempre de la misma guisa: el pobre hombre callado, resignado; la nieta jugando con el inseparable carrito y las dos muñecas feas, llamando la atención de quienes alrededor disimulan, quizás fingiendo que no pasa nada. Una vez, caminando por la calle, la nieta iba insultando al abuelo a voz en cuello; el abuelo callado, paciente, como siempre. Esta última vez que uno se los ha encontrado en la cafetería, le hubiera gustado preguntarle al hombre cómo es su vida, quiénes son los padres de la niña y por qué siempre es él quien va con ella. Poder tocar esa misteriosidad de la existencia humana… A la niña se la ve feliz, en su mundo. ¿Qué será de ella cuando el abuelo muera? Ahí van los dos: ella hablándole a las muñecas que ve como a sus hijos; él, buscando algún asidero moral o asumiendo el destino ineluctable, en silencio, pacato, con la cabeza gacha.

 

Michael Thallium

Con la cabeza gacha

 

Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2023). Con la cabeza gachaNuminis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 2, (CV12). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. 

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