Hace unos días, con motivo del día de las librerías me dispuse a asistir a un encuentro en la librería Méndez, situada en pleno centro de Madrid en la calle Mayor. El encuentro consistía en una charla/presentación con las autoras Rosa Montero y Lydia Cacho a propósito de la publicación de sus recientes libros: El peligro de estar cuerda y Cartas de amor y rebeldía respectivamente. En el encuentro las autoras tuvieron una agradable conversación donde abordaron diversos temas, en relación directa o indirecta con sus libros.
Uno de los temas sobre los que se habló fue sobre la pérdida de la infancia y la fotografía (la relación es mía). Cacho, periodista exiliada mexicana, comenta en el «Preámbulo» de su libro cómo un médico le «diagnosticó» que sufría del «síndrome de la exiliada», esto es, que tenía el corazón dividido, mitad en México y mitad en España, su nuevo hogar. Para tratar de curar, y traer de alguna manera su otra mitad con ella, organizó trasladar a través de amigos sus cartas que durante toda su vida le escribió su madre, sus familiares y amigos. Y así fue como tejió Cartas de amor y rebeldía, un libro que está compuesto por esas cartas y fotografías de su vida que vienen a llenar el vacío que la involuntariedad de un exilio te arranca.
Mientras
Cacho contaba cómo tuvo que irse de México porque la muerte le estaba pisando
los talones, mencionó que desde niña había tenido siempre obsesión por guardar
fotografías y las mismas cartas ya mencionadas. Esto de alguna manera me hizo
reflexionar sobre el por qué ciertas personas tenemos esa obsesión por guardar
porciones de recuerdos en castillos infranqueables. Es decir, por qué guardamos
fotografías en álbumes.
Pienso
que esa necesidad, que bien es verdad que se está perdiendo o transformando con
la «digitalidad», tiene que ver con el miedo a la muerte y al olvido. Al olvido
no sólo de ti mismo, sino de los otros. «La fotografía es el inventario de la
mortalidad», sentenciaba Sontag. Y es más que eso. Es una agonía por la muerte,
una cuenta atrás. También una necesidad de recuperar constantemente el pasado.
De no olvidar lo que fuimos y mantener el recuerdo de los que hemos perdido.
Las personas que de manera más compulsiva guardamos ingentes cantidades de
fotografías en esos castillos infranqueables, somos personas quizás con un
mayor miedo a la muerte y al olvido. Es por eso que recopilamos el pasado en
instantes que de alguna manera permanecerán eternos.
Prosigue
Cacho en su libro:
Sin
intentarlo siquiera, arrastré mi pasado hacia un pequeño estudio en un antiguo
barrio madrileño —como quien trae un animal herido a casa— y escribiendo en mi
computadora portátil fui sanando, hasta que un buen día descubrí que revivía.
Y
qué sanadora puede llegar a ser también una fotografía. Cuando te descubres
sonriendo ante un recuerdo que habías puesto en hibernación. Una sonrisa de tu
infancia que creías perdida, o la cara de un amigo que ya no está y el tiempo
había empañado su rostro en tu recuerdo. Una fotografía puede ser el único
testigo de tus secretos más profundos, plasmados en expresiones que solo tú eres capaz de descifrar. Un álbum de fotos es la reificación misma de la
nostalgia, que devolviéndote lo que ya fue, transforma tu pasado en fragmentos
dignos de memoria.
Pero
las fotografías también pueden ser misteriosas o juguetonas. Hay personas que
las utilizan para inmortalizar vivencias o lugares. Annie Ernaux, por ejemplo,
en su libro El uso de la foto, entre otros asuntos, nos muestra
fotografías, que, si bien tienen poco valor técnico y artístico, muestran el
resultado de sus noches de pasión, con retales de ropa desperdigados por el
suelo, mezclados con el inmobiliario y fragmentos de sábanas no menos mojadas.
Otros, como los catalanes que se hacen llamar Jordi Koalitic, tratan de llevar
el arte de la fotografía a su máxima expresión, captando el movimiento
en sus fotografías en una conjugación de efectos, perspectivas y mucha
creatividad. Es por ello que Sontag decía que «una fotografía no es meramente el
resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo: fotografiar es
un acontecimiento en sí mismo». El acontecimiento de una ficción, —añadiría yo—, en la
medida en la que fotografiar es también manipular la realidad. Pero, como muy
acertadamente señala Fontcuberta «el buen fotógrafo es el que miente bien la
verdad».
Lo cierto es
que no solo manipulamos la realidad, sino que también manipulamos el pasado,
guardando las mejores fotografías, en las que mejor salimos. Podemos llegar
incluso a inventar otro yo fotográfico que nada tiene que ver con el yo real.
Un invento que en el afán de conservar lo mejor de cada instante, nos
suplantamos a nosotros mismos. Aunque también cabe decir, como bien señala
Montero citando a Ursula k. Le Guin: «creo que la mayoría de novelistas a veces
tienen la conciencia de que contienen multitudes […] gente muy eficiente en sus
dos encarnaciones, la de carne y la de papel». Esto también nos lo permite la
fotografía, un desdoblamiento que, sin embargo, puede acabar conduciéndonos a
la locura.
Con el uso
de las fotografías en las redes sociales bañadas en filtros
despersonificadores, el invento es aún mayor. Y mayor es también el peligro, ya
que nos muestra un yo que es completamente inaccesible. Un mundo que, como
comentaba en mi columna anterior (que no haya trauma por la autocitación): «No existe. No hay mundo.
Solo sombras de la apariencia».
«Ni siquiera
la vida es mía, la única certeza que me habita desde la niñez es la del vacío y
la muerte». Estas palabras de Cacho están de alguna manera también en Montero,
cuando dice: «La vida es una constante reescritura del ayer. Una deconstrucción
de la niñez […] Escribimos para ralentizar el tiempo, para atrapar el momento y
para luchar contra la muerte». Por eso la escritura y la fotografía pueden ser
entendidas como dos inventarios de la mortalidad como decía Sontag. O como más
me gusta a mi pensar:
La escritura
y la fotografía son testigos eternos de nuestra existencia, comodines de la
perpetuidad que nos hacen permanecer cuando la memoria ha vivido tanto que ya
no le quedan resquicios para seguir recordándonos.
Ayoze González Padilla
La escritura y la fotografía como testigos eternos de nuestra existencia
Cómo citar este artículo: GONZÁLEZ PADILLA, AYOZE. (2022). La escritura y la fotografía como testigos eternos de nuestra existencia. Numinis Revista de Filosofía, Año 1, 2022, (CV11). http://www.numinisrevista.com/2022/11/La-escritura-y-la-fotografia-como-testigos-eternos-de-nuestra-existencia.html

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Muy interesante lo que comentas sobre "manipular" el pasado, algo que realmente se hace desde el presente y recae en un sentimiento tan controvertido como es la nostalgia.
ResponderEliminarExcelente columna. ¿No crees que se podría decir que las fotografías cumplen el papel que los poemas épicos tuvieron en el pasado?
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