Walter Benjamin y la obra de arte
Walter
Benjamin escribe La obra de arte en la era de su reproductibilidad
técnica ante la constatación de un hecho clave: las transformaciones
tecnológicas del siglo XX impiden alargar en el tiempo cualquier consideración
y experiencia aurática de la obra de arte. Por «aura», como se sabe, hay que
entender la presencia de una lejanía, la sensación de unicidad que
experimentamos ante el original de una obra de arte. También el extrañamiento
que sentimos en el proceso, convencidos de que hay: «en ella una objetividad
metafísica [que] se sobrepone o sustituye a la objetividad meramente física de
su objetividad material (p. 15)».
Este
culto aurático a la originalidad que ha caracterizado nuestra tradición
estética se puede ejemplificar con un curioso caso, irónicamente posterior a la
muerte del propio Benjamin. En 1945 el artista neerlandés Han van Meegeren fue
acusado de colaborar con el nazismo y saquear la propiedad cultural de los
Países Bajos. ¿El motivo? Haber vendido, aparentemente, el Cristo con
la adúltera de Vermeer, pintor neerlandés del siglo XVII, nada menos
que al jerarca nazi Hermann Göring. Sin embargo, durante el juicio van Meegeren
adujo que en realidad aquel cuadro, así como muchos otros clásicos del Siglo de
Oro holandés que había despachado durante más de una década, no eran auténticos,
sino falsificaciones hechas por él mismo. Un grupo internacional de expertos
corroboró que, en efecto, se trataba de una copia, aunque de una factura tan
exquisita que habría (y había) engañado a cualquier entendido. Ante esta
tesitura el tribunal cambió las severas acusaciones contra van Meegeren por un
simple delito de falsificación. A pesar de la perfección con que el estafador
neerlandés había reproducido obras como el Cristo con la adúltera (y
de la falta de escrúpulos con que se la había vendido a un dirigente nazi),
estas no eran originales. Por lo tanto, carecían de aura, de la lejanía
otorgada por lo cualificada mano de Vermeer. Y sin aura no hay colaboracionismo
ni saqueo que valga.
No obstante, esto
pudo ocurrir con un Vermeer, pero nunca habría pasado con un rollo de película
o una fotografía. Estas artes, las más contemporáneas y dependientes de la
tecnología, permiten una reproducción indefinida que diluye el aura. En el
cine, la seriegrafía o la fotografía no hay originales y cada nueva copia vale
tanto como la anterior. El culto a la obra y al artista propio del arte
tradicional se sustituye por la exhibición. El valor del arte ya no reside en
factores sobrenaturales, sino en la propia experiencia profana. Uno
simplemente ve una película o una fotografía, con más o menos
disfrute e interés, pero sin el éxtasis al que nos obligan las obras auráticas.
Lo humano se impone a lo sobrehumano.
Estos dos
elementos (fácil reproductibilidad y experiencia estética mundana) convierten
las artes contemporáneas en un fenómeno de masas. Si la obra de carácter
cultual estaba reservada a unos pocos, como una reliquia custodiada en un
sagrario, la obra reproductible tiene una vocación popular. Este arte jamás
servirá para apuntalar la exclusividad y buen gusto de una selecta minoría.
Ahora bien, la masificación que Benjamin describe puede apuntar en dos
direcciones muy distintas.
Por un lado, cabe
entender «masa» como gentío informe apiñado bajo el paraguas de la nación. Es
la masa que nutre al fascismo. El pueblo alemán, italiano, español… se
convierte en el protagonista de una epopeya en la que ha de alzarse victorioso
frente a los demás pueblos. Aunque el aura se haya perdido en las obras de arte
concretas, el pueblo mismo se transforma en una obra de arte aurática. Así lo
demuestran los mítines y desfiles fascistas o nacionalsocialistas, auténticos
acontecimientos cultuales, performances de pleno derecho. Y así lo demuestra en
grado sumo su liturgia belicista: la guerra es la más excelsa obra de arte de
la que es capaz el pueblo. En esto consiste la estetización de la política
fascista de la que Benjamin habla es las celebérrimas páginas finales de La
obra de arte.
Y sin embargo la
masa puede adoptar otra forma: la del proletariado con conciencia de clase en
busca de su emancipación. Benjamin escribe en esta dirección. Ahora que el arte
ha perdido sus soportes metafísicos y se ha revelado humano (demasiado humano),
no queda otra que liberar al arte y a la masa misma de la hipertrofia estética
del fascismo, que no es sino un blanqueamiento de su lógica de aniquilación.
Esta liberación pasa por la politización del arte.
No debemos
entender este aforismo benjminiano como una llamada a practicar un «arte
comprometido» con contenido ideológico explícito. Se trata más bien de que las
masas proletarias comiencen a entender el arte como Marx les había instado a
entender la economía décadas atrás. Hacerse con los medios de producción
significa que la clase obrera pueda tomar la decisión sobre qué producir y
cómo producirlo. Implica asimismo borrar la frontera entre el propietario y el
obrero sin más posesión que su fuerza de trabajo. En el terreno artístico el
objetivo es empoderar a las masas proletarias, que se hagan dueñas de sus
experiencias estéticas para que nunca más les vengan impuestas desde arriba.
Análogamente, hay que diluir la demarcación entre artista y espectador en favor
de una multilateralidad sin protagonista ni una autoridad artística evidente.
De esta forma la masa logrará hacerse dueña de sí misma y su destino tanto en
el ámbito económico como estético.
Y pese a los
esfuerzos del propio Benjamin el arte de masas ha resultado ser un arma de
doble filo. Tras la derrota del fascismo y el nazismo no llegó la emancipación
del proletariado, sino el Estado de Bienestar. Tampoco advino la
colectivización del arte, sino su versión capitalista: la universalización del
consumo.[1]
Y aun así tal vez
siga existiendo en la acción (mejor que creación) artística y en la experiencia
estética un potencial emancipador inexplorado. O quizás este cohabite junto a
su actualidad conformista. En cualquier caso, ni deberíamos dar por muertas las
reflexiones de Benjamin ni por perdido el arte. Sin olvidar tampoco el carácter
siempre contradictorio y polivalente del mismo, lo cual, lejos de contradecir
al viejo Walter, corrobora la dialéctica en la que él, como buen marxista,
había depositado su convicción.
Pavlo Verde Ortega
Walter Benjamin y la obra de arte
[1] Muy recomendable resulta a este respecto la reflexión de José Jiménez en el sexto capítulo de su Teoría del arte: «La era de la imagen global». También el capítulo «La industria cultural» en Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer.
Bibliografía
ECHEVERRÍA, BOLÍVAR. (2003). "Introducción" en BENJAMIN,
WALTER. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Ítaca: Colonia del Mar (Mexico).
Cómo citar este artículo: ORTEGA VERDE, PAVLO. (2022). Walter Benjamin y la obra de arte. Numinis Revista de Filosofía, Año 1, 2022, (CM7). http://www.numinisrevista.com/2022/10/walter-benjamin-y-la-obra-de-arte.html
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