Sopa coreana picante
Estoy de nuevo en La Mayor. Esta noche no está demasiado concurrida. Cuatro hombres que hablan en inglés sentados a la mesa de mi izquierda; por el acento, tres americanos y uno británico. Hoy no me siento a la barra; allí ahora están dos caballeros también extranjeros, alemanes o austriacos. Cuatro personas, tres mujeres y un hombre, se sientan en la mesa del fondo a mi derecha. Son hispanoamericanos. No sé por qué me viene a la cabeza el Tuo vuò fa' l’americano, la canción del napolitano Renato Carosone con letra de Nicola Salerno que se puso de moda allá por 1956. Hoy la mayoría de personas no la conocen por ese título, sino por otro que menudea en las redes sociales: Pa-panamericano.
Acaban de traerme el aperitivo que acompaña a la cerveza —belga, por supuesto—: papas fritas y una rebanada de pan con aceite y tomate coronada por un triángulo de queso manchego. La Mayor es el lugar al que acudo cuando no me apetece estar solo. Allí encuentro esa rara y efímera compañía de las personas que frecuentan un bar. Escribo en mi cuaderno. Anoto que «las últimas hojas de un cuaderno suelen ser las que se hacen eternas, como si el cuaderno se resistiera a agotarse y se alargara inverosímilmente». Sin embargo, el cuaderno va llegando a su fin, despacio y ya casi sin albergar el fin último con el que lo comencé, a saber: escribir con letra bella. «Mi letra, mis virtudes», me dije. Ese era uno de mis propósitos, para cuya consecución compré una pluma de punta caligráfica con su émbolo y distintos colores de tinta.
Hace unos minutos dos italianas, que rondarán los treinta años, se han sentado a la mesa contigua. Una de ellas lleva puestos unos auriculares de diadema, de esos que están tan de moda hoy: te tapan las orejas y te aíslan del resto del planeta. No hablan español, porque se han dirigido al camarero en inglés. ¿Pero es que no se darán cuenta de que si hablan en italiano se les entiende casi todo? Vamos, como si el español y el italiano fueran tan distintos. Estoy por darles conversación para averiguar si erré mucho en la conjetura de su edad.
De fondo suena música rock de los años 70: Deep Purple, Led Zeppelin… El estilo de cada una de las italianas es muy distinto. Podría sintetizarlo en una frase tan descriptiva como inexacta: una fea y otra guapa; una deportiva y una elegante; una campechana y otra pija. Sí, definitivamente, la fea y la guapa. ¿Qué pensarían de mí si supieran que estoy escribiendo sobre ellas en esos términos tan simplones? Alzo receloso la vista del papel y echo un vistazo alrededor. No, no hay nadie más que yo escribiendo en un cuaderno. Por un momento pensé que, al igual que yo escribo sobre ellas, podría haber alguien también que estuviese escribiendo sobre mí: ¡el cazador cazado! Bah, no. Hoy ya casi nadie escribe en un cuaderno…
Decía que los términos con que me expresé eran simplones. Simplón, simple… simplificación. Toda simplificación, al igual que todo resumen, es inexacta. Pero da igual la inexactitud. Por eso triunfan tanto hoy los titulares de prensa y las consignas políticas. Son lo único que lee la gente: titulares, resúmenes inexactos de una realidad compleja. Leemos a golpe de titular. ¡El triunfo de la simplificación!
La fea me mira de vez en cuando. Tiene su encanto. De hecho, no resulta tan fea. La afean los cristales de lupa de sus gafas. Unos ojos que se ven enormes. Sí, si uno la mira con detenimiento, resulta hasta atractiva.
Me imagino que ambas habrán venido de vacaciones a Madrid. ¿A qué se dedicarán en Italia? ¿Serán solo amigas? ¿Serán novias? ¿Serán lesbianas? No sería extraño que lo fueran. La única forma de salir de dudas es preguntándoselo, pero ya me advierten muchos amigos míos que ese tipo de preguntas no se les puede hacer a un extraño. Resultan incómodas, me reprenden. A mí esas reprensiones amistosas por un oído me entran y por otro me salen. El saber es incómodo y ocupa lugar.
Tienen una cámara Kodak, aunque ambas mujeres manejan los móviles con sus ágiles deditos que da gusto. Eso de hacer fotos Kodak tiene su aquel. Me ofrezco y les pregunto que si quieren que les haga una con su cámara Kodak. Me dicen que sí. Sonríen. Les saco la foto. Sí, la fea con aire deportivo resulta definitivamente más atractiva que la guapa elegante. Les hablo en italiano. Podría explicarles que lo aprendí de oído hace muchos años trabajando en un buque italiano, pero prefiero dejarles con la duda de si tan solo seré un español con mucho morro que transforma las palabras españolas acentuándolas a la italiana. Podría recitarles de memoria un aria de una ópera de Verdi y hacer como que me lo hubiese inventado. Me acuerdo de aquel canto de Gilda a su padre Rigoletto: V'ho ingannato... Colpevole fui. Estoy casi por preguntarles la edad, por aquello de ser impertinente, pero mi atención se desvía hacia una asiática que está sentada a unos metros delante mí. Lleva una gorra en la que pone Holy Brunch Club. Son cerca de las diez de la noche. Lleva unos cuantos minutos intentando pedirle algo al camarero, pero no le ha hecho ni puñetero caso. La miro, sonrío y le ofrezco que venga a sentarse a mi mesa. Me dice que no sonriendo. Le hago el favor de llamarle al camarero para que pueda pedir. El camarero viene y la atiende. Vuelvo a ofrecerle que se siente en mi mesa. A la segunda va la vencida. Se acerca con su bolso. Le pregunto en inglés que de dónde es. Me dice que de Corea. Su inglés es macarrónico, como el latín de aquel ingenioso y divertidísimo Ignacio Calvo que reescribió El Quijote: «In uno lugare manchego pro cujus nomine non volo calentare cascos […]». Utiliza el traductor de Google cuando no acierta a encontrar las palabras. Y así descubro que está de paso por Madrid, que ha venido a Europa de vacaciones, que estudia biología y que se está especializando en neurobiología, porque uno de sus abuelos tuvo alzhéimer y ella quiere investigar para encontrar un remedio a esa enfermedad. La coreana ha desbancado a las italianas. Me pongo en modo neurocientífico —hace años me dio por leer mucha literatura sobre el cerebro—. Le recomiendo dos libros que pueden resultarle interesantes: Y el cerebro creó al hombre de Antonio Damasio y Elogio de la imperfección de Rita Levy Montalcini. También le recomiendo que se tome una cerveza Barista con sabor a chocolate.
La coreana le pide al camarero que le traiga una paella. Solo a un turista se le ocurriría pedirse una paella a las diez y diez de la noche. Para cuando se la traen, hirviendo, ya son las diez y media. Mira el reloj. Se da cuenta de que tiene que ir a recoger las maletas al lugar donde las había depositado. Le quedan diez minutos para que venza el plazo. Pondera si abrasarse la lengua y el esófago engulléndose la paella rápidamente. La noto apurada y le sugiero que vaya a por las maletas, que yo le guardo el sitio. Sonríe, me da las gracias, agarra el móvil y sale escopetada a por las maletas. Yo me digo a mí mismo: ¡cómo somos a veces las personas! La coreana se ha dejado el bolso con todas sus pertenencias. Si quisiera, podría irme de allí llevándomelo conmigo y sin que nadie se enterara del hurto. Ni siquiera las italianas que, por cierto, a esa hora ya han desparecido. ¿Qué hace a una persona confiar en un total desconocido? ¿La imprudencia? Yo lo sé. Hace años viajé mucho. Conocí mundo. Mucho mundo. El viajero tiene un olfato instintivo e inexplicable para reconocer al prójimo de quien fiarse.
Pasan unos diez minutos y regresa con un maletón. Me agradece que haya esperado. Comienza a comer la paella y cuando lleva un cuarto del plato, me pregunta que cuánto tiempo se tarda en llegar a la Estación Sur de autobuses. Tiene que tomar uno esa misma noche para llegar a Lisboa donde le espera una amiga. Me dice que lo tiene a las once y cuarto de la noche. Miro el reloj. Esta no llega a la estación a tiempo ni de coña, pienso. Le digo que deje la paella y que salga pitando porque no va a llegar. Se marcha. Y yo retomo la escritura en mi cuaderno.
A los cinco minutos vuelve a aparecer por la puerta de La Mayor y se acerca apurada a mí. Me explica que su aplicación de Uber no funciona. No va a llegar a la estación. Está un poco agitada. Me pide que mire si puedo cambiarle el billete desde su móvil. ¡Misión imposible! Después de intentarlo, le digo que tendrá que tomar otro autobús. Hay uno que sale a las doce menos cuarto de la noche. Recuerdo mis tiempos, hace muchos años, solo en el extranjero, cuando estuve en Asia… Le digo que la acompañaré a la estación, que tenemos que tomar un taxi o no llegaremos. Agarro el maletón y salimos en busca de un taxi. Logramos encontrar uno. Por el camino voy tranquilizándola. Llegamos a la estación. Las taquillas están cerradas. Buscamos una máquina para sacar un billete. Solo quedan diez minutos para que salga el último autobús. Sacamos el billete, salimos corriendo hacia la dársena 27. ¡Y por fin llegamos! El autobús va con un poco de retraso, así que le sobran diez o quince minutos. Me despido de ella y me encamino al metro para regresar a casa. Cuando llevo caminando unos dos minutos, oigo una voz que grita: ¡hey, hey, hey! Miro hacia atrás y me veo a la coreana que viene corriendo hacia a mí con el maletón más grande que ella. Me pregunta que si me gusta la comida coreana. Le digo que sí. Me dice que me va a dar comida coreana por haberla ayudado a encontrar el autobús. Le digo que no es necesario. Insiste. Abre el maletón y saca dos envases de comida coreana. ¿Te gusta el picante? Le respondo que sí. Pica mucho, quédatelo por favor. Cierra la maleta y vuelve corriendo a la dársena donde la había dejado anteriormente.
¡Cómo son las relaciones humanas a veces! Me doy cuenta de que después de haber pasado una hora y media juntos, ni ella sabe mi nombre ni yo el suyo. Dos perfectos extraños. Ella tomó el autobús para continuar su viaje por Europa; y yo el metro para volver a casa. Cada uno su viaje vital hacia un futuro siempre incierto.
A la mañana siguiente, cuando me levanto, veo sobre la mesa los dos envases. Abro uno de ellos, lo preparo y me lo desayuno. Pica. ¿Qué coreano se tomaría algo así para desayunar? Seguramente casi ninguno. Solo un turista. Ella ya habrá llegado a Lisboa... Mientras, yo apuro mi sopa coreana picante.
Michael Thallium
Sopa coreana picante
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). El circo del contorsionismo. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV88). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/11/sopa-coreana-picante.html
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