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Sobre
castigo y moralidad
Discutir públicamente sobre las prisiones, no ya planteando su abolición sino simplemente señalando su carácter intrínsecamente violento, es inevitablemente enfrentar una objeción: «sí, pero es que son culpables». No es lícito, ni moral ni política ni teóricamente, comparar el daño sufrido por los presos con otras poblaciones sujetas igualmente a grados desmedidos de violencia, porque los presos son culpables. ¡Como si el no estar libre de faltas zanjase inmediatamente la cuestión, hiciese a uno directamente merecedor de ser expuesto a una violencia semejante!
Pues bien, la idea que subyace a esta intuición no es en absoluto
ilegítima. Se trata tan solo de una formulación muy particular de lo que
significa ser un agente moral. En la medida en que las personas tenemos
capacidad de decidir qué curso de acción tomamos, somos responsables de las
opciones por las que nos decantamos. La responsabilidad no quiere decir otra
cosa que la obligación de hacernos cargo de esa posibilidad de elegir –en pocas
palabras, de responder por nuestros actos. La agencia moral así entendida
acarrea dos consecuencias: 1) la posibilidad de ser señalados como autores de
nuestras acciones, y 2) la posibilidad de sufrir las consecuencias por las
elecciones tomadas.
Pues bien, es evidente que los delincuentes tienen agencia moral, y es este
hecho precisamente lo que hace legítimo que las sociedades se doten a sí mismas
de mecanismos para imponer consecuencias a estos agentes por los daños que
producen. En pocas palabras, no pretendemos castigar un fuego que incendia
nuestros bosques, porque el fuego no tiene capacidad de elegir, no puede hacer
otra cosa que quemar lo que encuentra a su paso. Pero podemos castigar y castigamos
al pirómano que incendia un bosque porque él tiene la capacidad de no hacerlo,
y su acción constituye un mal. En nuestras sociedades, los mecanismos a través
de los cuales hacemos a las personas responsables de sus acciones incorrectas
corresponden en gran medida al derecho penal y el sistema penitenciario.
De tal manera que apelar a ese intuitivo «¡es que es culpable!» cuando
del encarcelamiento se trata no está exento de fundamento ni de razonabilidad.
Y, sin embargo, no deja de ser profundamente problemático. Propongo aquí dos
claves para pensar la cuestión.
En primer lugar, también la comunidad en cuyo nombre se castiga tiene
agencia moral. Y la elección que consiste en justificar política y moralmente
la violencia a la que se somete a otros seres humanos, sean o no culpables de
determinadas faltas, está cargada moralmente. Nos ocupamos en este caso de
respuestas muy drásticas: el encierro penitenciario pone rutinariamente en
peligro la integridad física y moral de las personas, su auto-percepción, sus
relaciones familiares, su salud, e incluso su vida (no solamente por la
exposición a la violencia dentro de la cárcel, sino por la desmesura de la
prevalencia del suicidio entre los presos en relación con el resto de la
población). Dado el dramatismo de la cuestión, es importante que quien trate de
justificar por qué la cárcel es una forma legítima o apropiada de hacer a las
personas responsables de los daños ejercidos, lo haga siendo consciente de
que es esto y no otra cosa lo que está en camino de justificar.
Justificar prácticas intrínsecamente violentas tiene consecuencias reales en
las vidas de otras personas, y en esta medida, tenemos la obligación moral de
proceder con cautela y, sobre todo, sin engañarnos respecto a la realidad de
las prácticas que enjuiciamos. Y no podemos olvidar que en el caso del castigo
en todas sus formas, pero sobre todo en el encarcelamiento, lo que hay en juego
es la imposición violenta de un mal (Muñoz Conde y García Arán, 2022;
Gargarella, 2016).
En segundo lugar, y de forma quizás incluso más determinante, esa apelación
a la responsabilidad moral como justificación de la prisión es problemática por
otra razón: no nos explica por qué la culpabilidad debería desembocar en la
prisión. Presenta, en cambio, un cierto encubrimiento, nos presenta la cárcel
casi como una consecuencia natural del delito, como la única
solución posible y razonable, y no como una opción entre muchas, una forma
históricamente heredada de gestión del daño que no está automáticamente
justificada. No es evidente por sí mismo, aunque muchas veces la inercia nos
lleve a considerarlo así, que a la comisión de un delito deba seguir un
encierro penitenciario. Pensarlo de este modo involucra un gesto muy
problemático: implica no hacernos cargo que, como sociedades, tomamos
la decisión de encarcelar a ciertas poblaciones cuando podríamos no
hacerlo.
Así, debemos tomarnos en serio la posibilidad de que haya otras formas de
hacer responsables a las personas por sus delitos. Y, de hecho, las hay. Las
opciones menos reformistas nos hablan de priorizar la imposición de sanciones
ya existentes como las multas o los servicios comunitarios, mucho menos lesivas
y violentas que las penas de prisión. Las opciones más ambiciosas nos presentan
modelos alternativos de impartir justicia, como podría ser la justicia
restaurativa, que no apuntan a imponer daños a quienes han cometido un mal,
sino a reestablecer los lazos rotos por los daños producidos, a generar
diálogos morales entre los autores de los daños y sus víctimas. Otras autoras
proponen incluso abolir la prisión por completo, pasando por el contrario a
atacar los problemas sociales que en la mayoría de los casos generan los
delitos que se penan con prisión, como la pobreza, las adicciones o la
inseguridad social, reforzando mecanismos públicos como la educación, la
seguridad social, o la sanidad pública.
En la medida en que podemos pensar otras alternativas menos lesivas, el
razonamiento que nos presenta la prisión como una consecuencia razonable al
delito pierde fuerza. Las mismas teorías que sirven de base a nuestras
instituciones políticas (el liberalismo y todas las grandes teorías de la
democracia) nos dicen que nuestras instituciones deben estar siempre gobernadas
por un principio de prudencia, esto es, que deben siempre intentar limitar la
violencia que ejercen y el poder que tienen sobre los individuos. Si
consideramos que la libertad, la tolerancia y la no-violencia son valores que
deben articular nuestras comunidades políticas, entonces la posibilidad de pensar
formas de organización política, y formas de impartir justicia, menos
violentas, más tolerantes y más compatibles con la libertad se convierte en un
imperativo.
Pero no hace falta siquiera recurrir a grandes teorías políticas ni a
ideales democráticos: se trata en realidad de un principio moral básico como la
obligación de evitar los males evitables. Es cierto que pensar un mundo sin
prisiones, como decía Angela Davis (2016), implica un esfuerzo imaginativo
titánico, tan habituados estamos a su existencia. Debemos sin embargo asumir
esa responsabilidad, el deber de no asentir irreflexivamente a las
instituciones que hemos heredado si cabe la posibilidad de hacer las cosas
mejor en un futuro.
Teresa López Franco
Sobre castigo y moralidad
Bibliografía:
- DAVIS, ANGELA
Y. (2003). Are prisons obsolete? Nueva York:
Seven Stories Press.
- GARGARELLA,
ROBERTO. (2016). Castigar al prójimo. Por una refundación democrática
del derecho penal. Buenos Aires: Siglo XXI.
- MUÑOZ CONDE, FRANCISCO Y GARCÍA ARÁN, MERCEDES. (2022). Derecho penal. Parte general. Valencia: Tirant Lo Blanch.
Cómo citar este artículo: LÓPEZ FRANCO, TERESA. (2024). Sobre castigo y moralidad. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CL2). ISSN ed. Electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/07/sobre-castigo-y-moralidad_02014723028.html
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