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El rito de soplar las velas — María Sancho de Pedro

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El rito de soplar las velas

La celebración de nuestro día de nacimiento muestra muchos más recovecos de los que uno supondría para reflexionar sobre ellos. Ciertamente, constituye todo un evento psicosocial muy particular en nuestra cultura occidental y ofrece muchos caminos posibles de abordaje, algunos quizá menos transitados. La filosofía a veces también puede ser concebida como un juego y, por tanto, jugar a aproximarnos hacia una experiencia tan común, tan aparentemente banal desde su óptica particular nos puede ofrecer, aunque sea, alguna de las tres ventajas siguientes: o un ejercicio reflexivo interesante, o un contenido cultural de interés, o, por último, otra perogrullada más sin sentido. Lo que al final constituya este pasatiempo, lo dejo a manos del lector, mejor calificado como mi acompañante de juego.

 

Hay un fenómeno concreto relacionado con los cumpleaños que, personalmente, siempre me ha llamado la atención. La experiencia estética que envuelve al acontecimiento de soplar las velas en la tarta reproduce una performance tan acostumbrada que parece perder su sentido ritual más hondo. Desde cierto prisma juguetón, podríamos imaginar esta actuación como la cristalización de una metáfora inventada que latiría en su fondo. Para entender su profundidad, partiríamos de los paralelismos que se establecen entre la muerte y la oscuridad y, por antonomasia, entre la vida y lo luminoso, pero también recuperaríamos el carácter vital asociado a la respiración, al aliento de vida, al soplo. 

 

Soplar las velas se constituye como un disfraz poético que casi quisiera significar una despedida: sofocar aquellas llamas que suelen estar ligadas a una naturaleza cuantitativa que recoge en términos de años lo vivido por nosotros. Extinguir la luz adquiere un significado mortífero, al tener en cuenta los símiles antes mencionados. Por ello, apagar las velas equivale a afirmar que los años vividos, en el momento en el que nuestro soplo se despide de ellos en el acto presente, ya no forman parte de la vida, sino de la muerte, de lo que ya no existe, de un momento pasado que ya no es. Teñimos de celebración el verdadero significado de la vida: morir poco a poco. Y, sin embargo, mediante el poder de lo ritual y de lo performativo, cada año volvemos a traer a la luz ese tiempo ya exánime durante lo que transcurre en un instante, un tramo temporal tan breve pero tan cargado, que su frecuencia casi se estira hacia lo eterno o incluso, hacia lo que ya no es temporal.

 

Ese momento preciso de espiración o de expiración fugaz no se presenta solo, sino que se suele adornar sonoramente con una desafinada tonadilla que todos nos sabemos incluso en más de un idioma. Aquella cancioncilla de la que ni siquiera recordamos cómo fue aprendida envuelve el momento y da el pistoletazo de salida al soplo, subordinado de esta manera lo que constituye aquella experiencia íntima de desprendimiento existencial a un ámbito de corte social que podríamos denominar como lo desafinado —porque una canción de cumpleaños no tiene sentido si está bien entonada—. Es precisamente ese ruido lo que hace constatar la encarnación que cada uno de nosotros representamos: un puñado de vidas que tienen forma de humanos y que se reúnen para celebrar eso que somos en nuestro propio lenguaje.

 

Pero hay algo más que se exalta cuando se ejecuta un cumpleaños. El objeto aparente de la celebración, el que recibe la labor de protagonizar el ritual y al que se dirige  todo ese supuesto torrente de felicitaciones y regalos es el cumpleañero, el celebrado. El protagonista es valorado en un contexto, siempre comunitario, de aceptación en el grupo. Como mencionábamos al principio, el cumpleaños, si se celebra adecuadamente, es un evento psicosocial que viene acompañado de una cuantiosa dosis de validación externa que, para un animal social como nosotros, es comparable a verse envuelto en los vapores de una agradable droga o incluso a lo que siente cuando se está enamorado. Claramente, esta valoración tiene sus limitaciones, pero todas ellas estarán relacionadas con un componente intrínsecamente ligado a la cuestión de cómo se desea o maneja dicha validación según la persona.

 

Con un tema tan conocido como los cumpleaños, es fácil que el lector note cuántas cosas se quedan en el tintero, especialmente si este es el compañero de una pluma que tiende a abarcar todos los interrogantes posibles. En un formato como este, no hay espacio para todos ellos, pero mientras siga habiendo cumpleaños, siempre seguirá abierta la posibilidad de reflexionar sobre ellos y así devolver al terreno de lo extraño a uno de todos esos ritos que, al quedar tan instalados en nosotros, caen en el riesgo de quedar desritualizados. 



María Sancho de Pedro,

El rito de soplar las velas



Cómo citar este artículo: SANCHO DE PEDRO, MARÍA. (2022). El rito de soplar las velas, Numinis Revista de Filosofía, Año 1, 2022, (CL13). http://www.numinisrevista.com/2022/11/el-rito-de-soplar-las-velas-maria.html

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3 comentarios:

  1. "Por ello, apagar las velas equivale a afirmar que los años vividos, en el momento en el que nuestro soplo se despide de ellos en el acto presente, ya no forman parte de la vida, sino de la muerte, de lo que ya no existe, de un momento pasado que ya no es". Inteligente y evocador...

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  2. Interesante análisis

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