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Con jota de Jarnés

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Con jota de Jarnés



—Jota, a, erre, ene, e, ese... Benjamín Jarnés, con jota.

—No, no he oído hablar de él… Espere, a ver que mire en el ordenador… Pues no, no tengo ningún libro suyo. Y tampoco lo hemos tenido. Lo siento.

Candela Montijierro no culpó al librero por no conocerlo. Ella misma no había oído hablar de Jarnés hasta hacía unos diez años cuando leyó Las armas y las letras de Trapiello, quien le dedicaba tres páginas y una escueta biografía: 

Benjamín Jarnés (Codo, Zaragoza, 1988 - Madrid, 1949). Novelista. Tras la guerra, que terminó de capitán de intendencia, se exilió en Méjico, de donde volvió gravemente enfermo para morir en Madrid. Traía una novela inédita, Su línea de fuego, sobre la Guerra Civil, que se editó muchos años después. BIBLIOGRAFÍA: Cartas al Ebro (México D.F., La casa de España en México, 1940); Su línea de fuego (Zaragoza, Guara, 1980.

Despachado así, Jarnés quedaba algo menos preterido que en los manuales de Literatura, pero daba la impresión de que era un escritor menor. No obstante, a Candela aquella lectura le sirvió para allegarla, si no a sus libros, al menos al nombre de un escritor —al cabo de diez años lo comprobaría— muy fecundo y singular que merecía, sin duda, mayor reconocimiento. 

Pasaron nueve años con todos los sucesos que en ellos caben, y un día Candela se topó en una librería de viejo con un libro que le llamó la atención: Castelar, hombre del Sinaí. Lo firmaba el tal Benjamín Jarnés sobre quien algo le sonaba haber leído. Era una edición de Espasa-Calpe del año 1935. En realidad, lo que verdaderamente había atraído su atención no era el nombre de Jarnés, sino el de Castelar. Candela conocía a Enrique, un catedrático jubilado que regentaba una librería en Madrid. Enrique era republicano y había bautizado su librería con el nombre de quien fuera presidente de la Primera República, Emilio Castelar, a quien admiraba. Candela había hecho cierta amistad con el viejo profesor metido a librero y, siempre que iba a Madrid, lo visitaba para conversar sobre historia. Por eso, cuando se topó con aquel libro de Jarnés, pensó en comprar un ejemplar para su amigo emérito.

—¿Tiene algún ejemplar más de este libro?

—Me queda uno más —respondió con indiferencia el librero.

Candela se llevó los dos ejemplares, además tirados de precio. Uno se lo regaló a Enrique, que se puso muy contento, porque ignoraba que tal libro existiese; otro se lo quedó ella. Al regresar a Ávila, dejó el libro en una estantería y allí permaneció intacto e intonso casi diez meses hasta que un día en que las obligaciones como responsable de la Brigada Provincial de la Policía Científica se lo permitieron le dio por desbarbarlo y leerlo. Candela era criminalista y paleógrafa. Llevaba ya algunos años destinada en Ávila, donde conoció a Alfred, un americano motero de Harley Davidson que pasaba por allí y se quedó a vivir con ella. Alfie era un hombre alto, fuertote, divertido, con desparpajo, y un buscavidas. La amaba sinceramente e incluso llegó a pedirle matrimonio. Ella se sentía amada, pero le dijo que no, que ella no estaba hecha para el matrimonio. Eso enfrió un poco la relación, porque Alfie, aunque se desviviera por Candela, tenía su orgullo y se juró que «una y no más Santo Tomás» —una expresión que había aprendido de un borrachín en una tasca de La Latina madrileña y que él pronunciaba con acento americano… una y nou más Santou Toumas

—Se pronuncia Tomás con acento en la a, porque, si no, no rima con más —le reprochaba Candela con retintín burlón cada vez que se la oía decir.

Candela sabía que después de aquella negativa suya Alfie jamás volvería a proponerle casarse —lo conocía muy bien—, y que si ella se lo propusiese a él alguna vez, la respuesta del americano sería un no rotundo y vengativo, pero sin rencor. Zanjado el asunto del matrimonio, ambos tomaron la tácita decisión de convivir y quererse, lo cual incluía dormir en camas separadas para que los ronquidos de Alfie no desvelaran a Candela.

La noche en que Candela Montijierro tomó Castelar, hombre del Sinaí en sus manos para desbarbarlo y comenzar a leerlo se le abrió no ya un mundo nuevo, sino todo un universo literario hasta entonces desconocido. No podía entender cómo un escritor de prosa tan jugosa y exquisita, tan poética, había caído en el olvido. Castelar la llevó en muy poco tiempo a otras lecturas: Sor Patrocinio, El convidado de papel, Locura y muerte de Nadie, Viviana y Merlín, En su línea de fuego, Libro de Esther, Cita de ensueños, Lo rojo y lo azul, Teoría del Zumbel, Constelación de Friné… Descubrió que en los años 70 y a comienzos de los 80 hubo un intento por redescubrir la obra de Jarnés, pero el empeño de unos pocos no debió de tener demasiado éxito a la vista del resultado: Jarnés seguía siendo un perfecto desconocido cuarentaicinco años más tarde. Supo del crítico literario Rafael Conte que hablaba del «misterio del escritor desaparecido», y que otras muchas personas también habían hecho lo suyo por averiguar sobre la vida y obra de Benjamín Jarnés: Ildefonso Manuel Gil, Joaquín de Entrambasaguas, el estadounidense Jerome Straus Bernstein, la argentina Emilia de Zuleta, Juan Domínguez Lasierra, Manuel Alvar, José-Carlos Mainer… Poco se sabía de su vida privada e íntima más allá de ser el décimo séptimo de veintidós hermanos, el nombre de sus padres y el nombre de su mujer, Gregoria Bergua, con quien parece que no tuvo descendencia. Pero ahí estaba ella, la jefe Montijierro, que había resuelto tantos casos, para averiguar cómo había sido la vida de Benjamín Jarnés. De hecho había ponderado incluso la posibilidad de pedir una excedencia y viajar a México para reconstruir la vida de Jarnés en el exilio. Así era ella cuando se obsesionaba con algún asunto. También había llamado por teléfono a un amigo suyo que vivía en Jaca, Eduardo Alda, un maestro de escuela a quien le encantaba hacer de sabueso en los ratos libres para distanciarse de una vida gris de docencia, casi siempre en disputa con compañeros incompetentes —inútiles, los llamaba él en su fuero interno— y con padres de alumnos insufribles. Le pidió que averiguase si quedaba algún rastro del paso de Benjamín Jarnés Millán y Gregoria Bergua Alastuey por la ciudad del Castillo de San Pedro. Eduardo aceptó encantado el encargo. Ella y él habían tenido un tórrido romance muchos años atrás. De aquellos efusivos encuentros carnales había quedado un poso de afecto y reconocimiento mutuos: Eduardo sentía amor sincero por Candela; ella no entendía muy bien cómo había podido enrollarse con un hombre tan sosegado y sereno, impasible a veces —«Tú eres autista», le había soltado medio en broma alguna vez—, pero le tenía un cariño especial; ambos se respetaban sin avivar los rescoldos de una atracción a todas vistas inexplicable que sofocaban con el agua viva y transparente de la amistad en la distancia.

El erotismo de Constelación de Friné despertó en Candela el apetito sexual que se había casi extinguido en el climaterio de sus días. Vinieron a su memoria las parejas que había tenido en su vida, que no habían sido pocas. Todos ellos hombres que la amaron y la desearon hasta que comprendieron que Candela Montijierro era un astro cuya órbita resultaba inalcanzable. Volvió a sentir en el vientre el deseo de la coyunda. Una noche mientras leía la novela que Jarnés publicó en México, en 1944, entró al dormitorio de Alfred y dejó caer el libro al suelo, como si de un grimorio se tratara. El ruido lo despertó y, sobresaltado, despegó los párpados aún unidos por el pegamento del sueño súbitamente interrumpido. Candela dejó caer su ropa, despaciosamente, con el sonido casi imperceptible del sensual roce de la tela recorriéndole la piel hasta llegar al suelo, descubriendo un cuerpo hermoso digno de contemplación serena. Allí estaba ella, desnuda, una Friné del siglo XXI, de pie ante la cama del motero buscavidas; su torso de escultura griega, sus formidables pechos, túrgidos y delicados, su cálida piel blanca de cachemira y sus ojos encendidos de un fuego extraño. Advirtió en la penumbra el falo enhiesto del motero americano. Candela apenas susurró unas palabras y comenzó un baile de suspiros y sollozos, de quejidos, jadeos y respiraciones profundas… Esa noche, en el lecho de Alfred Pitt, Candela montó la Harley Davidson del deseo. Cuando todo terminó en un grito ahogado y entrecortado, escrutándose ambos amantes la profundidad de sus ojos, la criminalista y paleógrafa recostó su torso sobre el de Alfie. Y así, ceñidos sus cuerpos íntimamente, les alcanzó la dicha fugaz del eviterno tiempo; en silencio, sosegados, sintiéndose, transpirando la esencia de los afectos y la ternura de quienes se han complacido. ¿Era eso el amor? Candela consideró la posibilidad de mudarse a los Estados Unidos; sabía que Alfred echaba de menos su tierra. Además era sabedora del complejo de inferioridad que suscitaba en quien había sido su pareja durante los últimos cuatro años: ella, la mujer exitosa, con estudios universitarios y una brillante carrera como investigadora científica en el Cuerpo Nacional de Policía; él, el buscavidas sin estudios que lo mismo trabajaba en un supermercado que de jardinero, recogiendo basuras o enterrando muertos. Alfie le acarició el rostro con ternura mirándola con una sonrisa en los labios:

Ahoura, sí que una más Santou Toumas.

—Agradéceselo a Benjamín Jarnés, querido —respondió mimosa y con cierta picardía mientras apartaba con la punta de los dedos las sombras que aún pudieran quedar en la frente de Alfie.

—¿Benhamín Harnes? —interrogó extrañado y aspirando las haches.

—Benjamín, Alfie, con jota de Jarnés.


Michael Thallium

Con jota de Jarnés



Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). Con jota de Jarnés. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CV141). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/12/con-jota-de-jarnes.html

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