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Aunque yo me marche, quien se va es ella

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Aunque yo me marche, quien se va es ella



Decía José María Castroviejo en Los paisajes iluminados —ese humano libro y obra maestra escondida— que la famosa ecuación de Albert Einstein, E=mc2 —la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz—, hace estremecer de horror a los ángeles: 

¿No podríamos sustituirla, aunque fuera provisionalmente? Nos gustaría poder decir: la serenidad es igual a la belleza multiplicada por la luz. Sería una ecuación perfecta que el bosque y la mañana parecen exigir a un tiempo.

Andaba yo leyendo en los últimos días ese suculento y apasionado libro de Castroviejo que Álvaro Cunqueiro dijo haber leído diez veces cuando recibí la noticia. La trasladaban a un hospital adonde solo envían a tres tipos de pacientes: los que necesitan rehabilitación traumatológica y funcional, los que necesitan rehabilitación neurológica y los que requieren cuidados continuados y paliativos. Mi tía entraba en el tercer tipo. Hacía años que no la veía. La última vez creo que fue en Asturias, donde vivía. Una mujer andariega, siempre de allá para acá, dando de comer a las pitas, a los gansos o a los gochos, limpia que te limpia, cocina que te cocina, cose que te cose, desviviéndose en la distancia por su nietos y sus hijos, agoniada por que no les faltara el sustento. Una mujer con genio, cabezota, generosa y de corazón muy noble. Cayó enferma hace unos meses. La ingresaron en un hospital de Asturias y luego la trasladaron a Madrid. De Madrid, cuando vieron que se encontraba en el solpor definitivo al que casi todos llegaremos algún día, decidieron trasladarla al tercer hospital al que ha llegado para agotar la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz que le quede.

Cuando me enteré del traslado, decidí ir a visitarla. Supe que, muy probablemente, sería la última vez que la vería. Tomé el coche y me dirigí a ese lugar recoleto en medio de la naturaleza, unos treintaicinco o cuarenta minutos de viaje. En el camino, con un cielo colmado de nubarrones más negros que grises, hice una llamada telefónica. Hoy la tecnología nos permite hablar por teléfono en el coche con las manos libres, para no quitarlas del volante. Recuerdo que hace veinte años utilizábamos un auricular con micrófono incorporado. Ese auricular con micrófono incorporado me salvó la vida una vez que me quedé atrapado con el coche entre la nieve en un lugar remoto de Alemania. Hoy eso ya pasó a la historia; ahora hablamos al aire en los habitáculos de los vehículos.

Marqué el número y surgió la voz de una amiga. Mientras conducía, me habló de una conferencia sobre Hegel y llegamos a la conclusión de que las gentes de letras pueden verdaderamente discutir muy acaloradamente sobre asuntos que al resto de los mortales les pueden parecer —y de hecho lo sean— absurdos. ¡Anda que no ha habido poetas y escritores que se han enzarzado en épicas tollinas por un mísero solecismo o por una sinalefa impertinente que convierte el endecasílabo de un soneto en decasílabo! En la ardentía argumentativa, no faltan empujones, manotazos, tabanazos y baladros…

Terminada la conversación, me fijo en el campo que atraviesa la carretera por la que circulo. Pronto cruzo el puente que sobrevuela el álveo del Alberche. Continúo a la procura del hospital. Ya queda menos. Cuando llego, estaciono el vehículo. El edificio está rodeado de árboles, mayormente pinos. Me dirijo a la puerta principal. En el camino me encuentro con alguna persona en silla de ruedas que contempla una enorme jaula con pavos reales. A la puerta del hospital un grupo de cuatro pacientes en sillas de ruedas conversan a saber de qué. Les falta alguna pierna, algún brazo. Entro y me pierdo en el laberinto hasta encontrar la Sección 5 donde descansa mi tía. Antes mis pasos me llevan a una capilla. No soy creyente. Entro. Veo una virgen blanca que llaman de la Poveda. Se me ocurre pedir algo: serenidad, que muera serena.

Al llegar a la habitación, me encuentro con mi tía y dos de sus hijas, mis primas. Me impresiona verla tan consumida, tan delgada. Un hilo de voz. Me dice que estoy muy gordo. Hace años que no me ve. Tiene razón. Allí me quedo un rato sentado. Llegan dos de sus nietos. Alguna enfermera entra con palabras de cariño. Mi tía habla con un hilo de voz y con movimientos muy lentos. Su vida se ha ralentizado. Está empeñada en probar una mandarina que ha traído uno de sus nietos. No puede tragar. Chupa un gajo. Entra un religioso. Mi tía se santigua a cámara lenta, como si del brazo le colgara una piedra de plomo. El nieto llora, disimulando, sin que ella lo vea. Yo salgo y entro en la habitación con la excusa de recibir o hacer llamadas. En realidad no quiero llorar delante de ella. Sus ojos tienen esa mirada en desfallescencia de quien solo encuentra alivio en la morfina. Llegan más familiares: sus dos hermanas —una de ellas, mi madre—, mi hermano y mi sobrino. Decido marcharme ahora que la habitación está llena de gente que la quiere. La serenidad es igual a la belleza multiplicada por la luz... Es una ecuación perfecta que los pinos que se ven a través de la ventana y las nubes preñadas de lluvia parecen exigir a un tiempo. Me despido como si de un hasta luego se tratara: «Bueno, Elena, me marcho». En el fondo sé que no volveré a verla, que aunque yo me marche, quien se va es ella.

Michael Thallium

Aunque yo me marche, quien se va es ella


Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). Aunque yo me marche, quien se va es ella. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CV144). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/12/aunque-yo-me-marche-quien-se-va-es-ella.html

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