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Obligación de olvido

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 Obligación de olvido

Tirando del hilo se destejen las telas, y así también va desentramándose a veces el paño de la vida cuando uno tira de la hebra de la circunstancia. Ocurrió apenas hace unos días cuando, en unas Juanjonadas, Marco Antonio García de la Morena me regaló un libro viejo: El secreto de la señorita Spragg de Louis Bromfield, una edición de Santiago Rueda impresa en Buenos Aires el 18 de julio de 1944. Santiago Rueda echó a rodar su editorial en Argentina allá por 1939 al terminar la Guerra Civil española, aunque los primeros títulos no aparecieron hasta 1940. Fue un hombre con olfato literario, sobrino de Pedro García, fundador, en 1912, de la mítica librería bonaerense El Ateneo. Rueda publicó las traducciones al español de los grandes títulos de la literatura del siglo XX: el Ulises de Joyce, las Obras completas de Freud, gran parte de la obra de Kierkegaard, la primera versión completa de En busca del tiempo perdido de Proust, obras capitales de John Dos Passos, Ernest Hemingway, William Faulkner, Sherwood Anderson, Henry Miller…

Marco Antonio no sabe —ni tiene por qué saberlo— que no suelo leer traducciones, pero que leeré The strange case of miss Annie Spragg —título original de la novela de Bromfield que tradujo para Rueda José Gómez Segalerba—, porque siempre leo los libros que me regalan los amigos. Sin embargo, no fue esta novela exactamente la hebra de la que fui tirando hasta llegar aquí, sentado frente a la pantalla del ordenador, y componer un texto del que solo conozco el final. Fue el título de otra novela que Marco Antonio me recomendó: El misterio del último Stradivarius de un tal Alejandro Roemmers del que jamás antes había oído hablar. Luego descubrí que Roemmers es un poeta, filántropo y empresario argentino que ha escrito bastantes libros e incluso un musical sobre la vida de Francisco de Asís. ¡Disculpen mi ignorancia!

Tres días más tarde, salí en busca del libro de Roemmers, pero volví a casa con dos: la novela de marras y un poemario de 2019 que lleva por título Sonetos del amor entero. Decidí empezar con el poemario —El misterio del último Stradivarius sigue esperando encima de la mesa— que contiene ciento once sonetos fechados entre 2001 y 2019. Lo leí en voz alta recorriendo de un lado a otro la terraza, lo único grande y amplio del lugar en el que vivo. Leyéndolo inferí que Roemmers debió de tener alguna afrenta turbia con el productor José Luis Moreno que quedó plasmada en Por un poco de amor

Por un poco de amor, cuántas locuras. 

Por un poco de amor, caer rendido

en una cruel batalla sin sentido.

Por migajas de amor, vivir a oscuras…

Luego supe que hubo también juicio y sentencia que condenó a Moreno a pagar más de treintaicinco millones de euros. 

Por los cuatro sonetos que titula Poemas para mi hijo, conjeturé también que Alejandro Roemmers posiblemente tenga descendencia, aunque de su vida privada o íntima no hay ni rastro más allá de algunos rumores que la afean. Si tiene un hijo, es un misterio como el del Stradivarius. El caso es que declamé los ciento once Sonetos del amor entero y, al terminarlos, recordé que, tiempo atrás, alguien me había dicho que Joaquín Sabina es un gran sonetista. Ese alguien fue Emilio Pascual, quien en su día me contó que Sabina le hizo un soneto al poeta José Hierro y que el propio Hierro le comentó a Emilio que el soneto era tan bueno que no estaba seguro de poder emularlo. Así que decidí salir en busca de los sonetos de Sabina. A mí nunca me ha parecido un buen cantante —tampoco me lo parece Bob Dylan—, aunque todo el mundo coincide en que las letras de sus canciones son estupendas; pero si Emilio Pascual y el mismísimo Pepe Hierro dicen que sus sonetos son buenos, allá que va uno a su caza y captura.

Y los encontré en Enclave de libros, la librería de la calle Relatores donde trabaja —¡oh, casualidades!— Rocío, la hija menor de Joaquín Sabina. Ella no sabe que yo sé quién es su padre y quién es ella, lo cual es bastante irrelevante, porque tampoco sabe ella quién soy yo ni quién mi padre. En cualquier caso, me atrae más la figura de Joaquín Ramón Martínez Sabina, el padre y el poeta —a ese sí que me gustaría conocerlo en persona algún día—, que la del cantante de 19 días y 500 noches. Me hago con Ciento volando de catorce, el poemario de los cien sonetos cuyo título alude a otro de Amparo Gastón y Gabriel Celaya de 1953. Me lo llevo a casa… y lo devoro antes de acostarme. En un par de ellos, de esos tan malditos y benditos como benditos y malditos, Enrique Urquijo in memoriam. Los sonetos de Sabina están muy bien, algunos espléndidos, a pesar de las bromas que gasta con las «licencias» poéticas. Me acuesto tarde. Dos sonetarios en un día: Roemmers y Sabina.

Cuando me despierto, aun no han dado las cinco de la madrugada. Me levanto a las cinco y diez por aquello de no estar dando vueltas en la cama. Me ronda en la cabeza el soneto dedicado a Enrique Urquijo. Los Secretos no es que me gustaran especialmente, pero dejaron huella en la movida madrileña. Los padres de uno de sus miembros eran vecinos: Ramón, médico jubilado, y Maribí, una señora muy moderna que con casi ochenta años iba a hacer la compra en motocicleta. Enciendo el portátil y, sin saber muy bien por qué, mis ojos se fijan en el lomo de un libro viejo que lleva en el anaquel más de dos años sin que lo lea: Sancho Ruano, Riesgo y esperanza. Una nota manuscrita a lápiz en una de las guardas me recuerda que lo compré el 28 de octubre de 2023 en la librería Mireya que regenta Miguel en la calle de Andrés Mellado, 68. El prologuista me desvela el nombre de pila del autor: «Francisco Sancho es amigo mío y es falangista». La novela está publicada en 1944 —como la de Bromfield que me regaló Marco Antonio— e impresa en la Imprenta Sáez que se encontraba en la calle del Buen Suceso, 14 de Madrid. Curiosamente, hoy allí está La Cafebrería donde un día trabajó Andrea Reyes —aunque yo la conociera tiempo después cuando aún estaba en Ciento volando— y que ahora gobierna su particular reino de los libros en Celama, cerca de Manuel Becerra. Resulta que quien escribe el prologo de Riesgo y esperanza es un tal Rafael García Serrano, escritor, periodista y falangista. Hmmmm… ¿Lo leo o no lo leo? Leo. Y al leer me encuentro con que el primer capítulo del libro de Francisco Sancho Ruano está muy bien escrito. Andrés Ibáñez, uno de los personajes que parecen principales, subido en un falucho con dos amigos, dice unas palabras que resuenan en mí: «Las rutas del mar son infinitas; sus caminos, uno solo, inmenso, indeterminado; toda su superficie es camino». Busco en internet información sobre Francisco Sancho Ruano… ¡Nada! Google me informa sobre la implantación de la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre el derecho al olvido. Pienso en Claudio Rodríguez: Tomás Sánchez Santiago me contó que Claudio quería que se olvidaran de él cuando muriera. Y nosotros aquí seguimos, dale que te dale, con el don de la ebriedad para arriba y el don de la ebriedad para abajo. ¿Derecho al olvido?

Aún es de noche. Agarro la cámara fotográfica y decido salir para acudir al número 23 de la calle del Espíritu Santo. Subo al autobús que me lleva a la plaza de España. De compañeros de viaje tengo a unas pocas gentes soñolientas con móviles en las manos. Bajo. Me encamino hacia Espíritu Santo. El sol aún no ha salido. Es temprano en la madrugada fresca de otoño en el barrio de Malasaña. Por la calle solo dos personas que pasean a sus perros. Una mujer y un hombre que se meten con sendos canes en el número 23. Tomo una foto del portal donde Enrique Urquijo murió o lo encontraron muerto. ¿Qué habrá sido de la María made in Urquijo del soneto de Joaquín Sabina? Agárrate fuerte a mí, María… Sigo subiendo por Espíritu Santo y me meto en La Almudayna, único local que está abierto a esas horas: 7:20 h de la mañana. Pido un café con leche y churros. La camarera es de Java. Aprovecho y le suelto la única frase en bahasa que recuerdo de mis tiempos en Indonesia hace más de veinte años: Selamat datang di Bali. Se sorprende y conversamos. Me dice que se llama Astrid y entonces decido que, cuando me siente a escribir al ordenador, depositaré su nombre entre mis palabras. Tengo la certeza de que jamás volveré a verla. Pago el desayuno y reemprendo el camino a casa. El cielo de Madrid clarea; ya no rielan las estrellas.

Ahora, aquí sentado, escribo con la esperanza vana de que muchos lectores den conmigo. Me digo a mí mismo que no escribo para que me lean hoy ni mañana, sino dentro de muy lejos. Quedar intonso hasta que alguien lejano por sorpresa me desbarbe cuando mi nombre suene a hueco y no tenga ningún sentido, cuando ya no quede hebra alguna de la que tirar para desentramar el paño de mi vida, cuando me haya ido. Marco Antonio, Bromfield, Rueda, Roemmers, Sabina, Dylan, Rocío, Emilio, Pepe, Enrique, María, Ramón, Maribí, Claudio, Tomás, Astrid… Me viene a la cabeza el resultado de aquella infructuosa búsqueda al alba en Google. Francisco Sancho Ruano. ¿Derecho al olvido? Yo sé quién soy y sé de dónde vengo mientras viva. Y llegará el momento en que no haya más derecho, sino solo obligación de olvido.


Michael Thallium


Obligación de olvido


Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). Obligación de olvido. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CV138). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/11/obligacion-de-olvido.html

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