

Gitano y con los ojos azules
Me gusta callejear. Suelo hacerlo acompañado de una cámara fotográfica. La mayoría de las veces solo la saco a pasear, porque tal cual salgo de casa, para casa me vuelvo sin siquiera una foto. Para callejear hace falta tiempo y desprenderse de las prisas que nos afanan. Tiempo tengo, y las prisas procuro sacudírmelas para saborear la lentitud de la vida, que nunca deja de ser corta y rápida. Hace unos días, apenas salí del portal me encontré con él. Subía por la calle y yo bajaba hacia el río. No le dije nada, ni siquiera me vio. Tan solo pensé que era una casualidad encontrármelo dos veces en el mismo día. Por la mañana, cuando bajé a comprar al supermercado, me lo había cruzado sin que tampoco me viera. Yo tampoco hice nada por pararlo y al menos darle los buenos días. Ahora eran las tres y media y ahí subía él caminando lentamente con cierto desvalimiento. Proseguí mi marcha porque, al fin y al cabo, a él solo lo conocía de una vez que me vendió lotería en el mercado de Tirso de Molina. Probablemente ni se acordase de mí, aunque nos dimos buena conversación. Supe entonces que de joven había acompañado a los más grandes artistas flamencos. Guitarrista en el pasado; vendedor de lotería para sacarse unos cuartos en la vejez. De aquel primer encuentro hacía ya más de dos meses
Cuando camino voy pensando. Observo. Veo a las gentes de allá para acá, cada una de ellas con preocupaciones que ignoro, pero con las que me gusta jugar a adivino. Llego al río, cruzo el puente de Segovia y prosigo la marcha dejando a un lado el parque de Atenas. He quedado con Katya en la plaza de la ópera para tomar un café. Subo la cuesta de Ramón. Nos vemos muy de tarde en tarde, cada cuatro o seis meses. Ella viaja mucho. Vida de música. Cada vez que paso cerca del viaducto de Segovia me acuerdo de Rafael Cansinos Assens. Sigo anduleando hasta llegar a la calle Mayor y desde allí me encamino hacia la plaza de Isabel II. Katya me saluda con un pequeño movimiento de mano cuando me avista. Entramos al Café de la Ópera. Conversamos. Me dice que anda de allá para acá, de reunión en reunión para conseguir conciertos. La noto cansada. Es guapa. Me dice que su madre está estable. Me pregunta por mi padre y le digo que hace un par de días se cayó, pero que no se ha roto ningún hueso, solo una herida, y que está estable. Me cuenta que está mal con su marido, que quiere alguien que la cuide, que siempre es ella la que está cuidando a los demás. Hacemos propósito de enmienda de nuestros respectivos proyectos y quedamos en volver a vernos dentro de unos meses, cuando ella regrese a España, con la esperanza de poder contarnos algún logro. Como está cansada, no la entretengo más.
Prosigo mi marcha para encaminarme hacia la plaza de Cascorro donde tomo una foto a la estatua de Eloy González. En la calle de Embajadores me meto en una librería de viejo. Allí encuentro un librito de Francisco Rojas González, un escritor mexicano a quien no conozco, y que se titula El diosero. Me llama la atención y lo compro junto a otro de Carlos Fuentes que sé que voy a regalar a alguna desconocida. Me acerco al Café Mansilla. Me tomo una infusión que me recomienda la camarera a la que finalmente regalo el libro de Carlos Fuentes. Improviso un endecasílabo sobre la ausencia: Está, pero como si no estuviera. Tomo algunas fotos y prosigo el camino hacia el barrio de la Morería, donde por fin encuentro abierta la librería Arranca Thelma. Tiene horario, pero su dueño la abre cuando le da la gana. ¡Qué expresión tan española esa de que nos dé la gana! ¡Y qué privilegio es abrir un negocio cuando te dé la gana! Curioseo y termino la tarde llevándome un poemario que me llama la atención por su autor, Joaquín de Entrambasaguas. Me había quedado con su nombre por un prólogo que leí en un poemario titulado Pétalos, de Sara Insúa de Palacios, que encontré en una librería de viejo. Ahora me aparece un libro suyo, El canto del hombre. Está intonso. Nadie lo ha leído. Me lo llevo.
Reanudo la marcha de regreso a casa. Bajo por las escaleras del viaducto y tomo la calle de Segovia en dirección al río. El sol ya se ha metido y la noche sale. Subo por el paseo de Extremadura y decido hacer otro alto en el camino: La Moñoña. Nunca antes he entrado en este garito, aunque sí que he pasado por delante de él muchísimas veces. Me siento a una mesa, pido una cerveza y leo una dedicatoria escrita a bolígrafo que una tal Carola, hace muchos años, escribió en la guarda de El diosero:
Este librito me impresionó mucho en mi juventud. Ojalá y disfrutes su lectura y puedas comprender su esencia.
Claramente, al dedicatario no le debió de impresionar mucho el libro, porque ha terminado en mis manos muchos años después. Y probablemente Carola ya esté muerta… Alzo la vista y, de repente, entra por la puerta el anciano guitarrista que vende lotería. ¡Tres veces en un mismo día! Las casualidades no existen. Lo miro y le hago una seña para que se acerque.
—No sé si te acuerdas de mí. Nos conocimos hace dos o tres meses en el mercado Tirso de Molina. Tú eras guitarrista flamenco, ¿no?
Sorprendentemente, se acuerda de mí o al menos lo simula:
—Compadre, aquí me tienes. Yo soy gitano.
Le invito a tomar una caña y conversamos.
—¿Dónde has visto tú a un gitano con ojos azules? Yo soy gitano, de los Salazar, de Badajoz, aunque me vine con siete años pa Madrid. Mis primas son las Azúcar Moreno. Tengo veintiún nietos y solo una nietecilla de tres años me ha salido con arte. Se lo digo a mi nuera: esta niña tiene mucha arte. Sabes, compadre, yo ya casi no veo y por eso no puedo ir de gira y tocar en los escenarios. Me da apuro tener que estar vendiendo lotería.
—Me dijiste que tocaste con Paco de Lucía.
—¡Ay, ese Paco que en la gloria esté! ¡Qué grande era! No hay mejor guitarrista que él.
Manuel, que así se llama, tiene la boca mellada. Conversamos y le cuento que lo he visto caminar por la calle siempre solo. Me confiesa que sale para no estar metido en casa, para no pensar, «que mi mujer se murió hace dos o tres años y me siento muy solo». Me habla con nostalgia de Camarón y de Federico García Lorca, de Menese y de Morente, «que en la gloria estén». Me dice que ahora también hay un cantaor muy bueno, Duquenque: «Ole, ole y ole cómo canta flamenco ese hombre, ¡y es catalán!». Me pide que busque en YouTube Lo bueno y lo malo, que lo escuchemos para que vea lo bien que canta ese hombre, además acompañado por Tomatito: «¡Qué gitano y que buen guitarrista!». Escuchamos la canción, y a Manuel se le escapa algún ole y algún que otro repiqueteo de dedos sobre la mesa. ¡Qué arte! Así nos pasamos más de una hora. Y me asalta un pensamiento: ¡da igual que hayas tocado la gloria, la vida te lleva a lugares insospechados!
Miro a Manuel y le digo que le compro un décimo. «Te voy a dar este que termina en 13, solo me quedan dos, y el otro lo tengo reservado para mi compadre. Si quieres te doy también otro terminado en 8». Le compro dos décimos. Manuel regresa a su casa con la promesa de que volveremos a vernos. Salgo de La Moñoña y pienso que quizás vuelva a ver a Katya dentro de algunos meses, conjeturo que es probable que la camarera se haya deshecho del libro de Carlos Fuentes que le regaló un extraño sin venir a cuento; que no es mal poema Ausencia: está, pero como si no estuviera; que si aún siguiera viva, a Carola le encantaría saber que El diosero está en buenas manos; que El canto del hombre intonso de Joaquín de Entrambasaguas por fin ha encontrado un lector que lo desbarbe; y que, quizás, quizás, este sábado me haga millonario porque le compré dos décimos de lotería a un gitano… y con los ojos azules.
Michael Thallium
Gitano y con los ojos azules
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). Gitano y con los ojos azules. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CV129). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/09/gitano-y-con-los-ojos-azules.html




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