

A quién das tú vida, a ti que te la han dado, aunque no la hubieras querido —que la quieres, claro— cuando caminas por el mundo más allá de los libros y las letras. Y de nada sirven bonhomías que prediquen que da igual, que no hemos nacido para tener hijos —y menos aún las mujeres—, que no sabes qué suerte tienes, que eres libre y no tienes ataduras; para qué quebraderos de cabeza, que si los niños son problemas y que cuanto más crecen, mayor es la incertidumbre: colegio, universidad, trabajo... Vivienda. ¿Libre? Con las ataduras de los bancos, del teléfono móvil y de internet.
Me lo pregunto. A nadie. A mí solo me queda decir que no me estudien; si acaso que me lean y me gocen. Aunque eso es demasiado decir, quizás darme la importancia que no tengo. Por eso entiendo ahora tan bien al argentino cuando dijo: «Olvídense de Borges; hay tantos otros muy superiores». Ni siquiera ese que siempre trabajó y se desveló por parecer que tenía de poeta la gracia que no quiso darle el cielo, ni siquiera ese atinó al nombrar elogiando a algunos poetas divinos que hoy nadie conoce y de los que ni quedan versos.
Camino. Amores en la distancia. Me reúno con amigos —pocos, sí, pero muchos— y disfruto de la vida. Mikhail me recoge y me lleva a casa de sus padres. Allí está Ivan a quien hace muchos meses que no veo. Yuri prepara la cena mientras hablo con Elena. Cáncer de mama. La operación será la próxima semana. Le cuento que tengo una amiga a quien operaron y hoy está estupendamente. Nos sentamos a la mesa. Yuri trae la fuente con shilekli turcomano. Brindamos. Por la vida. Luego me llevan a la parada de autobús de un pueblo cercano. Es de noche. Espero. Llega. Me subo y en el viaje me acompaña Confía en la gracia. El autobús noctámbulo va lleno de gente joven con destino a la gran ciudad. Intento comprender los versos de Olvido. Confío. Aún me cuesta. Llegará la gracia, eso espero.
Llegamos al destino y nos bajamos del autobús. Delante de mí caminan dos muchachas que alardean ignorantes de juventud, vestidas para la noche y la conquista de a saber qué reinos, con sus plataformas de tacón y sus pantalones cortos por los que asoman surcos glúteos y nalgas de melocotón. Pronto se pierden de vista al cruzar la calle. La ciudad nocturna está despierta y encendida de luces. Es jueves, casi medianoche. Caminando por la calle me encuentro con otros seres noctívagos: la pareja que se ama en un banco mientras espera a que llegue un autobús, el vagabundo medio dormido con un cartón de vino apoyado en el suelo, el grupo de jóvenes con bolsas que suenan a vidrio y alcohol, las amigas —seguramente ya divorciadas— que juegan a ser adolescentes en una quedada que hacía tiempo esperaban, algún rezagado que corre para entrar a trabajar en el turno de noche… De repente un cartel enorme, de esos que cubren los andamios de la fachada en reforma de un gran edificio. Una mujer de melena negra y seductora vestida de rojo me mira desafiante: LA BOMBA, be loud be free. El inglés se cuela en todas partes aunque quien lo patrocine se llame Carolina Herrera. Haz ruido, sé libre. Créetelo aunque estés atado al banco, al móvil y a internet.
Un vagamundo norteafricano se me acerca y me dice que lleva todo el día sin comer, que si le puedo comprar algo. Entramos en un chino. Le compro algo de comer, y si le dejo, se compra la tienda entera. Prosigo la marcha y vuelven a cruzarse conmigo —no sé de dónde han salido— las dos muchachas de las nalgas de melocotón. Seguro que van a la discoteca que dejo a mano derecha. Una fila inmensa de jóvenes internacionales dobla el edificio. Todos perfumados, alegres, coquetas, rebosantes de vida, escandalosos, esperan a entrar cuando les llegue el turno. ¿Para bailar? Quizás, pero con los músculos del cuerpo prestos al acoplamiento. Eso lo cantaría Battiato, aunque a estos jóvenes les dé igual el shivaísmo asiático de estilo dionisíaco y la lucha pornográfica de griegos y latinos.
Paso cerca del monumento a Miguel de Cervantes, ese que leía hasta los papeles rotos en las calles y que no atinó con los poetas divinos, y me voy encontrando fauna humana y urbanícola de todo tipo: amigos, amigas, amigos y amigas —la mayoría exuberantemente jóvenes—, pordioseros, alguna pareja con carrito y bebé despierto —¡a estas horas!—, ningún anciano —menos algún borracho que de tanto alcohol y porquería pareciera haber envejecido como un Jared—, amantes clandestinos…
Llego al portal. Subo las escaleras. Contemplo esa pequeña porción de Madrid que avisto desde la terraza. Aquí dormimos y vivimos más de tres millones y medio de personas. Pocos comparados con los diez de Ciudad de México y poquísimos con los treintaiún millones de Tokyo. Abandono la terraza. Enciendo el ordenador. Me siento. Escribo. Y vuelve la pregunta, ¿a quién das tú vida? Escribo. Cáncer de mama. De nada me sirven las bonhomías. No sé si llegará la gracia. Y la pregunta entonces regresa transformada: ¿a quién das tu vida?
Michael Thallium
A quién das tú vida
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). A quién das tú vida. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CV128). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/09/a-quien-das-tu-vida.html




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