Y Mateo recordó las ausencias
En la habitación del Hotel Regina lo encontraron. Allí pasaba Edmondo temporadas que aprovechaba para descansar, recordar ausencias y escribir postales o cartas a los amigos. No estuve allí, pero sé que era miércoles. Alguien había arrancado una hoja del calendario: 11 de marzo. Justo dos días antes, lejos de Bordighera, se había fundado el Football Club Internazionale Milano que más tarde el mundo apocoparía refiriéndose al equipo de fútbol con un escueto Inter. Edmondo acababa de fallecer. Un dolor quemante en la cabeza. La sangre se le había derramado en el cerebro, quizás para ahogar el recuerdo del primogénito que hacía diez años se había disparado un tiro en la sien. Ictus. Trasladaron el cadáver a Turín y lo sepultaron junto al de Furio, el hijo suicida.
Muchos años después, tampoco estuve allí: en la casa de
un pueblo minero del Valle de Laciana, nació un niño. Fue un lunes del mes de
septiembre de 1942. Año de guerra cruenta en Europa y hambreada posguerra en
España. Mateo era uno de los cinco hijos que Floro y Milagros trajeron al
mundo. Todos varones. No hubo niña. Así que Milagros, quien siempre anheló
tener una hija, con el correr de los años, se transformó en una niña feliz
acunada por seis varones: un marido que la amaba y cinco hermanos querenciosos,
ateos, pero con cierto sentido de lo sagrado.
Mateo era un niño llorón, un merluzo, un pecador,
perdulario, miserable, vil, estúpido, pernicioso, malévolo, gilipollas y
absolutamente entrañable. Un día, extraviado junto con su hermano Antón en el
desván de posguerra de aquella casa en el Valle de Laciana, halló una caja con
el sello de requisado. La abrieron. Dentro había unos doscientos ejemplares de
un libro que había estado a punto de ser quemado en las escuelas republicanas.
Su padre los había guardado. Mateo miró el título. Corazón: diario de
un niño, un libro inocente de un autor de quien jamás antes había oído
hablar. Mateo leyó su nombre: Ed-mun-do-de-A-mi-cis. Ese fue su primer contacto
real con la literatura y también el principio y razón de casi toda su
existencia. Mateo se conmovió leyendo aquellos relatos y descubrió que lo suyo
era escribir. Así que se volvió un niño escritor, pero no repelente como el
niño Vicente de Rafael Azcona. Muchos años después, en 1976, aparecerían unos
exitosos dibujos animados japoneses basados en uno de los cuentos incluidos en
aquel libro que Mateo encontró en el desván: Marco, de los Apeninos a
los Andes.
Por aquel año, 1976, ya no era un niño. Mateo se había
casado con su amor, Margarita, y tenido dos hijos, también había publicado su
primer y único poemario —un tanto vergonzante según le recordaría un mal amigo
muchos años después— y su primer libro de relatos. Al año siguiente vería la
luz su segundo libro. Y después le fueron sucediendo muchos otros. Mateo era un
escritor prolífico y, poco a poco, fue construyendo su hogar en Melaca, una
región abundante en generosidad, discreción y sentido.
Mateo es ya octogenario y tiene un nieto y una nieta y
amigos. Y muchas novelas escritas y muchos premios. Margarita se marchó; fue
desapareciendo sin memoria un verano duro de hace cuatro años. Ahora a Mateo
han vuelto a premiarlo galardonándole con el mayor reconocimiento que se le
pueda dar a un escritor. No he estado allí, pero sé que lo han llamado por
teléfono un martes para comunicárselo. Por todas partes han salido personas que
dicen haberlo leído. Y el mal amigo ha vuelto ha amenazarlo, medio en broma
medio en serio, con divulgar la vergonzante primera edición de aquel primer
poemario suyo hoy ya inencontrable. Por todas partes asoman celebridades y
autoridades que hablan de Mateo... Parece que ahora todo el mundo conoce a
Mateo. Y, sin embargo, yo me sorprendo de nunca antes haber oído hablar de él
ni de sus tantísimos libros. ¡Qué vergonzante confesión la mía! ¡Qué falta
indecorosa!
Entre tanto halago y homenaje, Mateo siente el reclamo
de las ausencias. Por su memoria vagan Floro y Milagros, su amor, Margarita, y
tantas otras personas que fueron yéndose… Se acuerda del niño que descubrió
aquel libro en un desván junto con su hermano, dos muchachos que ignoraban que
en 1908, dos días después de que se fundara el Inter de Milán, un tal Edmondo
moría en Liguria. En Turín sigue enterrado junto a su hijo Furio, el
primogénito que se pegó un tiro en la cabeza. Ese es el mismo Edmondo que en
1886 había escrito Cuore sin saber que la traducción al
español —Corazón: diario de un niño— que Hermenegildo Giner de los Ríos
haría años más tarde sería la de aquellos ejemplares requisados que terminaron
en manos de Mateo.
Y ahora, sí que sí, he venido a Melaca. Aquí me encuentro, poniéndole
remedio a mi falta indecorosa en esta región generosa, discreta y con sentido.
Por ahí anda Mateo, satisfecho, escribiendo sus últimas voluntades,
ensoñando fantasmagorías... recordando ausencias.
Michael Thallium
Y Mateo recordó las ausencias
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). Y Mateo recordó las ausencias. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV53). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/03/y-mateo-recordo-las-ausencias.html
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Preciosa historia. Gracias
ResponderEliminarGracias, Inés.
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